80.000 soldados
En ocasiones la lectura nos coloca ante la sencilla y humana verdad de un semejante

A uno le gusta reservar los últimos minutos de la jornada, antes de apagar la luz, para la lectura de unos cuantos poemas. Tres, cuatro, según las dimensiones de las piezas y el cansancio. Bien mirado, se trata un acto de higiene. De igual modo, uno cumple con la costumbre de lavarse las manos, la cara, la dentadura, y después, con agradable sensación de limpieza, se va a la cama, a menos, claro está, que seamos noctámbulos o nos toque trabajar en turno de noche, lo que no es mi caso. El día habrá sido todo lo miserable y fatigoso que quiera; habrá contenido suciedad y estrépito, fealdad y decepciones; pero en su tramo final no es imposible resarcirnos anteponiendo al reposo inminente una dosis cotidiana de poesía. En ocasiones la lectura nos coloca ante la sencilla y humana verdad de un semejante. ¡Cuánto gana el arte, cualquier arte, cuando lo expresado procede de algún tipo de dolor, de herida, de problema incompatible con la liviandad! Lo he comprobado de nuevo estos días merced a los textos intensos que integran el libro de Maribel Andrés Llamero, 80.000 soldados de terracota. La autora los dedica a su padre aquejado de incurable enfermedad, agonizante, muerto y al fin ausente. Hace mucho que no leía un libro tan impregnado de amor filial, a la vez que complejo en la diversidad y hondura de las emociones expuestas. Justo en esta época nuestra en que menudean los libros de regurgitación confesional encaminados a ofrecer una imagen negativa del padre, la suerte se ha tomado la molestia de depararme esta conmovedora evocación de la figura paterna, a ratos dolorosa y triste, a ratos empeñada en el sostenimiento de una difícil esperanza. El libro, rebosante de poesía, me ha parecido sobremanera higiénico después de ciertas lecturas delatoras y vengativas que he padecido últimamente. Quizá me ha llegado tan adentro porque me tocó un padre bondadoso que tenía de patriarca lo que yo de arcipreste.
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