Gravísimo riesgo de escalada
El peligro de extensión regional de la guerra en Gaza pone a prueba los principios de los países democráticos


Después de la inmensa sacudida provocada por la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, el mundo sufre ahora otro seísmo geopolítico que entraña enormes riesgos. El atroz ataque de Hamás contra Israel ha desencadenado una intensa llamarada de violencia con potencial para escalar a una dimensión mayor de la que, trágicamente, ya está azotando a los civiles de ambos bandos. El hipotético sendero de esa escalada es evidente: insurrección violenta en Cisjordania, entrada en el conflicto de Hezbolá desde Líbano y, de ahí, el explosivo camino que pasa por Siria, Irak y llega hasta Irán, la media luna chií que Teherán se ha encargado de armar, entrenar y coordinar a lo largo de los años.
El Estado de Israel tiene todo el derecho de combatir a Hamás, considerada organización terrorista por la Unión Europea, y de responder al infame ataque del sábado 7 de octubre, pero es imperativo que lo haga ateniéndose escrupulosamente a los principios del derecho internacional humanitario. Por al menos tres motivos. El primero, fundamental, es proteger a los civiles palestinos, que no pueden ser sometidos a un brutal castigo colectivo. Que Hamás pisotee con acciones terroristas todas las reglas, no justifica que una democracia se desentienda de sus principios básicos. El segundo es evitar que escenas de represalias indiscriminadas enciendan una ira aún más descontrolada en la ciudadanía palestina y en el resto de sociedades musulmanas, inclinando la balanza hacia el lado de la violencia y congelando sine die la tímida normalización de relaciones entre Israel y algunos países árabes. El tercero es preservar de su lado el apoyo geopolítico de las democracias avanzadas —importante en una crisis que no es solo local—, que se agrietará si se desata una reacción aún más desproporcionada.
Lamentablemente, el desarrollo de los acontecimientos apunta a que el Gobierno de Netanyahu está decidido a librar una lucha que ha empezado por cruzar líneas rojas tan evidentes como cortar el suministro de agua, alimentos, electricidad y medicamento a dos millones de personas encerradas de modo medieval en Gaza o por imponer un intolerable ultimátum para que la mitad se desplace hacia la zona el sur de la Franja.
Irán es, por supuesto, un elemento fundamental de la ecuación actual. Israel, Estados Unidos —que, bajo la Administración de Trump, mató en Irak al general Soleimani, jefe de las operaciones militares exteriores de Irán— y varios países árabes han intentado neutralizar la influencia de la República Islámica. Pero su potencial, y el de sus socios, es elevado. Baste recordar la estrecha cooperación militar que Teherán mantiene con Moscú, a quien suministra material para sostener la guerra en Ucrania. Es precisamente esta conexión la que evidencia que tanto los ataques de Putin como los de Hamás ensanchan la fractura de un mundo cada vez más polarizado. Irán, por otra parte, mantiene una fluida relación con China, imprescindible socio económico y tecnológico suyo.
Las señales de alarma se multiplican por todo el planeta, como evidencian la reciente crisis en Nagorno Karabaj o las continuas turbulencias en el Sahel. Es difícil prever cómo evolucionarán los frentes militares y diplomáticos, pero ya estamos asistiendo al dramático desplazamiento de miles de seres humanos en busca de refugio. Incluso en un entorno geopolítico de máxima tensión y ante adversarios con prácticas infames, las democracias tendrán que atenerse al derecho internacional y a los valores que las fundamentan. En ellos reside la frontera entre civilización y barbarie.
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