Pronto se olvidará que todo empezó en una fiesta
Nada inflama más el ánimo justiciero de fanáticos como los de Hamás que el baile de los infieles


Recordaba Fernando Fernán-Gómez que, durante la guerra, la gente salía del teatro en Madrid un rato antes del final, y que esta costumbre perduró un tiempo después. Según contaba, la aviación franquista bombardeaba el centro a la hora en que terminaban las funciones, para aprovechar las aglomeraciones y provocar más víctimas. Esta letra pequeña de la gran historia revela dos cosas: que la naturaleza humana se resiste siempre a renunciar a la diversión, y que nada enerva más a un fanático que ver gozar a sus víctimas.
De esa resistencia del placer hay testimonios sobradísimos en todos los frentes y bandos. En el documental de Enrique Sánchez Lansch La orquesta del Reich, que reconstruye la historia de la Filarmónica de Berlín durante el nazismo, se recuerda que la formación no dejó de dar conciertos ni cuando los soviéticos ya estaban en la ciudad, y que tocaban a oscuras cuando se iba la luz. En Persépolis, Marjane Satrapi evoca a jóvenes iraníes que se jugaban la vida por grabar una cinta de rock o montar una fiesta clandestina en los tiempos de la Revolución islámica.
El torrente de dolor y muerte será pronto tan caudaloso que diluirá a las víctimas del festival Tribe of Nova. No serán nada al lado de una Gaza invadida y hecha escombros, y se olvidará que la gran tragedia empezó en una fiesta, con toda esa insoportable resonancia bíblica. Una fiesta en el desierto no solo ofrece un blanco fácil para los asesinos, sino que les permite sentirse Dios. ¿Acaso no arrasó este Sodoma y Gomorra? Nada inflama más el ánimo justiciero de un fanático que el baile de los infieles. Algunos supervivientes han declarado que sus victimarios no los veían como seres humanos, y tenían razón: para Hamás solo eran pecado, basura para quemar.
Ese es el punto de convergencia entre el fanatismo religioso y el moralismo laico de alguna izquierda que ve en la sociedad occidental un vertedero de frivolidad decadente. Aunque a los segundos les espante la matanza tanto como a cualquiera, siempre palpita en sus opiniones la convicción de que, en cierta forma, unos jóvenes que bailan junto al muro de Gaza están jugando con fuego, y no es raro que acaben abrasados. Lo pueden decir a las claras, como el más antiguotestamentario de los escritores españoles, Juan Manuel de Prada, cuya retórica apocalíptica y demencial coincide tantas veces con la de ciertas izquierdas radicales, pero lo normal es que el reproche se sobreentienda. Nada ofende más que el placer. Conviene no olvidarlo, ahora que a todos se nos han quitado las ganas de bailar.
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