El desastre Occidental en Afganistán
La democracia no se exporta con bombardeos, debe resultar de la propia voluntad política de los pueblos


El próximo 31 de agosto saldrá de Afganistán el Ejército norteamericano. Han sido casi 20 años de ocupación militar, al precio de 50.000 civiles y 70.000 soldados afganos muertos, 2.500 estadounidenses caídos en el campo de batalla, y 2.000 millones de dólares de gastos. Se prevé, además, que los talibanes tomarán el poder para reinstaurar en el país un régimen político-religioso totalitario. Las Fuerzas Armadas del presidente actual, Ashraf Ghani, no podrán desafiarlos, de modo que, finalmente, el enorme arsenal militar que deja Estados Unidos como legado acabará entre las manos de los vencedores. ¡Qué fracaso para la guerra más larga que ha emprendido este país fuera de sus fronteras!
La estrategia de los jefes talibanes es ahora mucho más elaborada que en el pasado: no pretenden entrar en Kabul, la capital, antes de la retirada del último soldado de las fuerzas de ocupación; ni, quizás, tomar las grandes ciudades, pues les basta, de momento, con controlar las provincias, pulmones de las urbes. El objetivo es, aparentemente, conjugar la conquista armada de Kabul con sublevaciones orquestadas en las ciudades como forma de fundar su poder con el apoyo de las poblaciones civiles. Por otro lado, estos últimos meses han ido desarrollando una suerte de diplomacia para el reconocimiento internacional de su legitimidad: el pasado 8 de julio, Rusia recibió una delegación de talibanes para definir las relaciones futuras; recientemente, China hizo lo mismo para “hablar de paz”; Pakistán, vecino comprensivo desde siempre, no hace menos, y mientras, Turquía se encuentra expectante porque prevé gestionar nuevas afluencias de refugiados que huirán del avance talibán.
Es lamentable que, desde Occidente, no se analicen las graves repercusiones del largo período de ocupación militar ni se saquen conclusiones políticas para el futuro. Cuando el Ejército norteamericano entró en Afganistán, en 2002, lo hizo porque se sospechaba que el poder talibán era una dictadura “terrorista” que protegía a Osama Bin Laden y Al Qaeda. Creían que una intervención armada masiva derrocaría a ese régimen y liberaría a las fuerzas “‘democráticas”; que invertir allí desarrollaría la economía; y que, por fin, el sistema talibán carecería de apoyos sociales en el país.
Veinte años después nos traen una lectura distinta. Vencidos por los bombardeos, los talibanes se refugiaron en las montañas, controlando y fortaleciendo exponencialmente el respaldo de las poblaciones tribales; la corrupción de los clientes afganos de Estados Unidos impidió cualquier desarrollo social y económico; y las montañas afganas jugaron el fundamental papel del invierno ruso contra Napoleón: asfixiaron al Ejército norteamericano, imponiéndole una estrategia defensiva frente a una guerrilla siempre ofensiva. Con el esencial apoyo de las tribus, el poder talibán transformó pronto su resistencia en guerra de liberación nacional, si bien con tinte religioso. Estos casi 20 años de ocupación extranjera de un país demuestran, una vez más, que la construcción de un Estado de derecho no se puede imponer desde fuera. La democracia no se exporta con bombardeos, debe resultar de la propia voluntad política de los pueblos.
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