Atentado en Milán
La eventualidad de una agresión o incluso de un magnicidio es algo que rodea permanentemente la vida política. Recordemos el asesinato de Olof Palme cuando su país no había entrado en la paranoia de la seguridad en la que obligadamente todos estamos. De ahí que no sea un acontecimiento excepcional, por más que sea absolutamente condenable, que el primer ministro sea agredido con tanta saña por parte de alguien con la mente perturbada, probablemente calentado, es verdad, por el ambiente irrespirable que se vive en Italia. Lo que es excepcional es su reacción, y lo que constituye un peligro es que ahora pretenda cargar las responsabilidades sobre quienes le han venido criticando o quienes intentan evitar que culmine sus fechorías legales para blindarse de nuevo ante los tribunales después que el tribunal constitucional levantara la inmunidad que se había otorgado a sí mismo.
Hay que buscar, pues, las respuestas en esas imágenes que ya han dado la vuelta al mundo. En el rostro sangrante de Berlusconi, con más expresión de rabia que de sufrimiento, se refleja la sorpresa de una fragilidad súbita, más dolorosa probablemente que el propio golpe, al igual que se desvela una senilidad inmisericorde que la violencia descubre detrás de la máscara y de la cirugía. Ese hombre que se cree todopoderoso, capaz de comprar todas las voluntades, cambiar todas las leyes, rejuvenecer su imagen y su cuerpo, proporcionarse todos los gustos y placeres, y rodearse de todos los sistemas de seguridad y de cuantos guardaespaldas haga falta, tiene luego muchas dificultades para comprender una cosa tan sencilla como que su vida es tan ligera, insegura y frágil como la de todos los demás mortales. Por eso lo que nos sorprende y no hemos visto en otros personajes en el momento de ser agredidos es cómo asoma en su rostro lacerado la ira de quien se ha creído un dios y la sorpresa de comprobar que está hecho de la misma carne que el resto de sus compatriotas.
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