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¿Por qué navegamos?

El filósofo francés Claude Obadia, experimentado navegante, reflexiona en su último ensayo acerca de la experiencia de soltar amarras, ver desaparecer la costa y decidirse a vivir lo improbable y a veces, lo inimaginable

Una mujer navega en la proa de un velero a toda vela frente a la costa de Maine, en Estados Unidos, en una imagen de los años noventa

El 16 de octubre de 1992, el navegante estadounidense Mike Plant zarpó del puerto de Nueva York con destino a Les Sables-d’Olonne a bordo de su nuevo Imoca Open 60, 9 Coyote, para participar por segunda vez en la Vendée Globe: una regata transoceánica en solitario y sin escalas. El 27 de octubre, el navegador activó la baliza de emergencia, pero como había olvidado registrarla en la Dirección General de la Marina Mercante, hasta el 6 de noviembre no se iniciaron las pesquisas. El 29 de noviembre, el Coyote fue localizado a 460 millas al norte de las Azores. El barco había zozobrado y faltaba el bulbo de la quilla. Jamás se llegó a encontrar el cuerpo de Mike Plant, uno de los navegantes de vela oceánica más talentosos de su generación. ¿Cuál fue la causa exacta de su desaparición? Nunca lo sabremos. ¿Un fallo humano? ¿Técnico? ¿Una ola gigante? Todas las hipótesis son posibles, no podemos descartar nada. Solo hay una certeza: quien se hace a la mar siempre corre el riesgo de no regresar. No es que el mar sea traicionero ni, mucho menos, perverso como lo pinta una representación popular de lo más arraigada. Pero hacerse a la mar siempre supondrá lanzarse a la aventura. Platón supo comprenderlo, y es a este filósofo a quien se le atribuyó durante muchos años, no sin discusión, la cita previamente mencionada en el prólogo: “Hay tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que salen a navegar”. ¿Qué quiere decir Platón? Y ¿por qué la llamada del mar es una invitación a la aventura?

Quien haya orientado la proa de su barco hacia el mar sabrá que no se han de soltar amarras sin un mínimo de preparación. Es preciso comprobar el correcto estado del navío, en especial del aparejo, pero también de las velas y del motor. Hay que aprovisionarse y comprobar que todos los miembros de la tripulación disponen de la vestimenta adecuada y que no adolecen de problemas de salud severos. También hay que definir una ruta de navegación adaptada a las condiciones meteorológicas y a las competencias globales de la tripulación… En resumidas cuentas, hacerse a la mar exige tanta meticulosidad como método. Conviene no dejar nada al azar y la razón es sencilla: si bien algunos de los sucesos que definirán la travesía —o la carrera si se trata de una competición— son previsibles e incluso deberían darse por sentado, toda experiencia de navegación trae consigo una serie de acontecimientos inesperados. Por esta razón, navegar, ya sea en alta mar o cerca de la costa, constituye una aventura a lo largo de la cual el azar y el fatalismo siempre hacen de las suyas.(…)

Evidentemente, no tenemos la capacidad de determinar la fuerza del viento ni de modificar la trayectoria de un buque portacontenedores que amenaza con entrar en colisión con nuestro velero. No cabe duda de que esas cosas escapan a nuestro control. Sin embargo, aunque no siempre podamos prever la avería de un aparejo, sí podemos, antes de hacernos a la mar, comprobar minuciosamente que todo funciona correctamente; igual que podemos asegurarnos de controlar el estado de las velas antes de zarpar y de arriesgarnos a sufrir un temporal. También está en nuestro poder vigilar que nos alimentamos y dormimos bien cuando las condiciones de navegación son clementes, para poder estar lo más alerta posible por si nos topamos con condiciones meteorológicas peliagudas o por si sufrimos una avería grave. Así que no, efectivamente, no todo se puede prever. ¡Pero también hay que prever eso! Todo buen navegante ha de tener claro que deberá asumir todas las dificultades con que se encuentre. Habida cuenta de ello, en lugar de lanzarse a una travesía incierta con los ojos cerrados, deberá prepararse concienzudamente y anticipar la eventualidad de una situación delicada e imprevisible. (…)

Para la gran mayoría, aceptar una situación tal y como es y adaptarse a la realidad no suele ser sinónimo de felicidad. Pero tiene una explicación muy sencilla: lo normal es pensar que, para ser felices, debemos satisfacer todos nuestros deseos. Es decir, que todo vaya según lo planeado. Qué ingenuos, ¿verdad? Es inútil esperar que la realidad se conforme siempre a nuestros deseos. Y, además, ¿acaso no corremos el riesgo de malograrnos en la amargura y la frustración y, por tanto, hundirnos en la desgracia, si ligamos nuestra felicidad a la fantasía, a la multiplicidad y —conviene recordarlo— a la inconstancia de nuestros deseos?

Ya lo decían los sabios griegos: solo un loco querría que las cosas sucedan como él desea; los sabios, en cambio, saben que eso es imposible. Después de todo, el azar y el fatalismo no siempre nos van a sonreír. Por ello, Epicteto nos recomienda que deseemos que las cosas sucedan tal y como han de suceder, y que nos contentemos con lo que tenemos —con lo que hay—, para así alcanzar la libertad y la felicidad. Quien espera que las cosas sucedan como él desea es, por así decirlo, esclavo de todo aquello que no depende de él. ¿Que el azar le priva de la posibilidad de ver uno de sus deseos cumplidos? Pues se sumirá en la tristeza. Y todo porque supedita su felicidad a cuestiones que no dependen de él. En cambio, el sabio se libera de todo aquello que lastra al loco. En cierta manera, los sabios se convierten en dioses que viven entre los hombres. Nada les afecta; no porque sean insensibles, sino simplemente porque desean lo que hay. Y como desean lo que hay, nada les puede decepcionar o amargar. Son siempre felices, por fuerza y duraderamente.

Por consiguiente, no es difícil entender esa felicidad tan singular que proporciona una vida en el mar. Una vida alejada de las preocupaciones de la vida en tierra firme y de la vida rutinaria que muchos de nosotros llevamos. Y, aun así, yo creo que la esencia de la felicidad radica en otros aspectos. Por ejemplo, en la alegría de contemporizar con los elementos; en la oportunidad que supone tener que adoptar la actitud apropiada en función de las situaciones singulares que se desarrollan una tras otra y sin ninguna similitud entre ellas; en la fuerza y la tranquilidad que me proporciona la habilidad de disfrutar del presente. En efecto, son estas pequeñas cosas las que nos acercan a esa extraña sensación que es vivir feliz y en paz. Y para disfrutar del presente, lo primero es dejar de pretender tercamente que las cosas son como no son. En este sentido, la navegación transoceánica constituye, inevitablemente, una práctica que nos obliga a mirar hacia dentro y a cuestionar nuestros principios porque, en el mar, nos vemos obligados a aceptar la realidad tal y como es. Esta práctica —pensémosla como el “respirar” de todo marinero— no es, ni más ni menos, que el ejercicio de la libertad. Una libertad de la que se puede disfrutar siempre y cuando se aprenda a aceptar y abrazar la realidad, aunque no se ajuste a nuestras expectativas. Por consiguiente, ¿quién podría negar que salir a navegar es matricularse en la escuela de la serenidad?

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