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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Siete años de insultos: polarización asimétrica en España

Lo último ha sido aún más grotesco: ver al propio líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, bailando en una fiesta al ritmo de “me gusta la fruta”

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la periodista y presentadora del TD2, Pepa Bueno, durante una entrevista, a 1 de septiembre de 2025, en Madrid (España).
01 SEPTIEMBRE 2025
Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa
01/09/2025

En su entrevista del 1 de septiembre de 2025 con Pepa Bueno en TVE, el presidente Pedro Sánchez lanzó una tesis que a muchos escandaliza y a otros les parece una obviedad: la polarización política en España es asimétrica. El dirigente socialista recordó que lleva meses pidiendo “más acuerdos y menos insultos” y subrayó que, por su parte, nunca recurre al insulto.

En los últimos meses se ha normalizado un clima de odio procedente del campo conservador que no tiene equivalente en el discurso del Gobierno. Las hemerotecas, especialmente de los últimos años, muestran cómo la derecha y la extrema derecha han elegido el insulto como estrategia. Esa escalada ayuda a comprender por qué resulta simplista equiparar la crispación de todos los actores.

Nada ilustra mejor el fenómeno que el “que te vote Txapote” que se convirtió en el grito preferido de las movilizaciones del Partido Popular (PP) y Vox. La consigna comenzó en protestas contra la investidura y se popularizó hasta ser reproducida por altos cargos como Isabel Díaz Ayuso. Varias asociaciones de víctimas de ETA denunciaron la banalización del dolor, pero el lema se normalizó en mítines y redes de la derecha. Algo similar ocurrió con el “me gusta la fruta”. La frase nació cuando Ayuso fue captada en el Congreso diciendo “hijo de puta” al presidente, pero su equipo lo reconvirtió en un supuesto comentario jocoso. Lejos de disculparse, la presidenta madrileña mantuvo el doble sentido y miembros del PP lo siguen usando en sus actos.

Lo último ha sido aún más grotesco: ver al propio líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, bailando en una fiesta al ritmo de “me gusta la fruta”. Es la imagen perfecta de una degradación: un insulto convertido en coreografía, la política convertida en verbena. El mensaje que se transmite es que insultar al presidente del Gobierno es no solo legítimo, sino divertido.

Este tipo de triquiñuelas demuestra cómo se camuflan los insultos bajo la apariencia de humor o lemas virales. Esa dinámica se ha visto reforzada por medios de comunicación y opinadores alineados con la oposición. A diferencia de ciertos arrebatos verbales aislados en la izquierda, los insultos desde las filas conservadoras no son una anécdota. Varios dirigentes y portavoces han convertido la descalificación en rutina. Un artículo de RTVE recopilaba calificativos utilizados por líderes del PP y Vox contra Sánchez: “felón”, “traidor”, “cómplice de un golpe de Estado”, “okupa”. Algunos dieron un paso más. El presidente provincial del PP en Zamora lo llamó “psicópata”, mientras que el exlíder del partido Alejo Vidal-Quadras le reprochaba ser “amigo de terroristas y prófugos sediciosos”.

Estos ataques no se ciñen a declaraciones puntuales. En un mitin del 1 de mayo de 2025, Abascal llamó al presidente “capullo” y “cretino” y animó al público a insultarle más. El ministro Félix Bolaños replicó entonces que este tipo de expresiones “no representan a la sociedad española” y denunció el “comportamiento faltón y agresivo” de Vox. Sin embargo, la escena demostró lo difícil que es rebajar el tono cuando se ha legitimado ese estilo. Ni siquiera la violencia simbólica ha estado ausente. En manifestaciones frente a la sede del PSOE en Ferraz se colgó y golpeó un muñeco con la cara del presidente al grito de “Rojo de mierda”. Tales episodios convierten la política en un circo del odio y erosionan la convivencia democrática. Es una estrategia calculada. No se trata de meros exabruptos improvisados.

Con Alberto Núñez Feijóo, se ha reforzado esta estrategia, esta forma de hacer política. Paradójicamente, esta estrategia se alimenta de la idea de que “todos son iguales”. Cuando la polarización se explica como simetría de excesos, desaparece la responsabilidad del que más ensucia. La equidistancia solo beneficia a quienes promueven el fango.

La deriva va aún más lejos. Esta misma semana, Isabel Díaz Ayuso llegó a afirmar que los terroristas de Hamás que asesinaron a un ciudadano español en Israel “son los que aplauden a Sánchez”. Es difícil imaginar una acusación más irresponsable: vincular directamente al presidente de un gobierno democrático con un atentado terrorista internacional. Con esa frase se ha cruzado una línea que sitúa el debate político en un terreno de difamación peligrosa. Ya no se trata solo de insultos o de bromas de mal gusto.

La normalización del insulto tiene efectos perniciosos más allá del ring político. Alimenta la idea de que la política es una lucha de bandas en la que todo vale, fomenta el desinterés y fortalece a quienes se presentan como antisistema. Si todos son corruptos y mentirosos, ¿por qué no elegir a quienes prometen dinamitar el sistema?

Por eso es importante cuestionar la equidistancia. Sí, hay momentos en los que responsables de la izquierda se exceden. Pero son contados y no forman parte de una estrategia, de una forma de hacer política. En contraste, el PP y Vox se benefician políticamente de sus campañas de acoso. Cuando un presidente autonómico recupera un insulto para convertirlo en eslogan, o un líder de la oposición justifica que se coree “hijo de puta” en fiestas populares, se envía el mensaje de que la ofensa forma parte del programa.

La insistencia de Pedro Sánchez en la polarización asimétrica es una llamada a este examen de conciencia. No pretende inhibir la crítica, sino distinguir entre la confrontación legítima de ideas y el insulto planificado. Señalar que “no todos insultan por igual” no es victimismo: es un diagnóstico necesario para desactivar la falsa equidistancia que tantos réditos otorga a quienes embarran la política. Si no se hace este ejercicio, el ruido acabará devorándolo todo y la democracia perderá su capacidad de reconocer la pluralidad sin convertirse en un barrizal permanente.

Miguel Soler es el secretario de Educación de la ejecutiva del PSPV-PSOE

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