En defensa de la cocina a fuego lento
Un mensaje para Juan Roig: si hay un rasgo que nos define identitariamente como mediterráneos, ese es la cocina

Hace un tiempo leía una entrevista al señor Juan Roig, presidente de Mercadona, en la que decía que las cocinas desaparecerían para el año 2050, y llevo unos meses meditando y preparando la respuesta, ya que —y esto lo aprendí en la cocina—, las prisas nunca son buenas consejeras. Y así lo reza una lámina de las ilustradoras Cachete Jack que, hace poco, decidí ponerme con un imán en mi nevera; y allí está mi bandera, convertida en toda una declaración de principios, ondeando en mi cocina como si de un barco pirata se tratase. Un gran fogón en forma de corazón dentro del cual puede leerse “cooking slowly”.
A los dieciocho me fui a Madrid a estudiar, como muchos otros jóvenes valencianos. Allí, en aquel piso de estudiantes de Fuenlabrada con ese sofá color verde oliva tan feo, hice mis primeros pinitos en el mundo de la cocina. Una cocina sencilla, sin lugar a dudas, pero que elaboraba con mucho amor, practicando recetas entre semana para podérselas cocinar a mis compañeros de la uni los fines de semana, como aquel arròs sequet con jamón que aprendí de mi abuela. Cuando volvía a Enguera, mi pueblo, yo me encargaba del menú que engullíamos en la caseta de Sergio junto al resto de amigos, y Raúl y él se convertían en mis ayudantes. En aquellos años, Álvaro y yo empezamos a desarrollar nuestra curiosidad por la cocina de otros países y a quedar para cocinar un curry, unos fideos tailandeses o una receta de pasta que habíamos visto en la web de Giallo Zafferano.
Pasaron los años y, con apenas 20, me fui a Argentina con una beca Erasmus Mundus. Allí, en una casa de estudiantes de nombre La Global, convivía con personas de numerosos países de América Latina (y algún que otro francés). La comida, desde el primer día, se convirtió en el mayor elemento de cohesión de aquel grupo tan bonito que conformamos. A los tremendos asados que allí preparábamos, pronto se empezaron a sumar mis tortillas de patatas, los tacos que preparaban los mexicanos con sus tortillas caseras, las arepas del ecuatoriano, las empanadas que nos preparaban los argentinos y el uruguayo…E incluso hubo días en que cada uno se encargaba de elaborar un cóctel de su tierra (con mi agua de València como clara triunfadora de la velada, todo sea dicho).
Y es que, si hay un rasgo que nos define identitariamente como mediterráneos y mediterráneas, ese es la cocina. Son las mañanas primaverales de domingo que se pasa mi padre Manolo, con su delantal que lo proclama como el rey de la paella, cocinando para el resto de la familia. Son aquellos días en los que ha sobrado caldo del cocido y decido preparar una buena cazuela de arròs al forn. También son las recetas estacionales, vinculadas a la tierra, y a los frutos que esta nos da en cada una de las estaciones del año, como el arròs amb bledes de mi madre, los ravioli ai carciofi, los risottos con setas o las refrescantes ensaladas con higos o sandía que vienen en el pack veraniego.
Y, por todos estos pedacitos que configuran la identidad del Pueblo mediterráneo yo le pido, señor Roig, que apueste más por nuestros agricultores y productores y menos por la comida precocinada. Que digamos no a las aburridas y utilitaristas sociedades anglosajonas donde todo se mide en función de su rendimiento, su productividad y su utilidad. Que digamos sí a reunirnos en torno a un fogón, a invertir tiempo cocinando para los nuestros, como nos enseñaron nuestras abuelitas, y que valoremos de una vez la gran suerte que tenemos de haber nacido en este trocito de mundo. Que permanezca usted en nuestro bando, que, como siempre dice Arguiñano, “se acabará antes el petróleo que las recetas de cocina”. Que no se acabe nunca el amor.
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