
Raro, rarísimo Sant Jordi este confinados. Cada uno tiene su itinerario ese día y sus hábitos. El mío es comprar los libros, disfrutando de la jornada de alegre locura masiva y propinando algunos codazos, en La Central, Laie y Altaïr; las rosas en Au nom de la rose; pasarme por la caseta a saludar a Javier Marías, encontrarme a Daniel Fernández, y rematar a base de ciencia ficción de vicio en Gigamesh. No ha podido ser. Así las cosas, demasiado tarde para la compra on line, y temeroso de que si iba a algún garito clandestino de libros me pillaran —imagino a los mossos actuando con los poseedores de libros en la calle con la severidad de los intocables de Elliot Ness durante la Ley Seca (“a ver qué lleva ahí, ajá, Stevenson, escocés, ¿eh?, vaya, vaya”) he optado por un mini Sant Jordi de proximidad, un poco triste, que quieren que les diga.
En el pequeño estanco papelería donde adquiero cada día el diario había una oferta de exactamente 11 libros, todos a 10 euros, entre ellos La pilota a l’olla, de Fermi Puig, el 60º Premi Sant Jordi (Les amistats traïdes, de David Nel.lo), un Dominique Lapierre, el primer tomo de Juego de tronos en bolsillo, El corto verano de la anarquía, de Enzensberger (con Durruti en la portada), y Los 500 millones de la Begum, de Julio Verne. Me llevé uno. Estirando un pelín mi zona de confinamiento llegué hasta plaza de Lesseps y corté una rosa del rosal junto a la biblioteca Jaume Fuster, lanzándome casi de cabeza al matorral al ver pasar una patrulla, para sorpresa de una señora que paseaba un caniche y me reprochó mi incivismo, amenazándome con denunciarme, mientras su perro me ladraba. De vuelta hacia casa, ya serenado, me detuve unos instantes al sol de la tarde, cerré los ojos y traté de imaginar las riadas de gente en rambla de Catalunya, el alborozo en la calle, el alboroto en las firmas, rosas en cada esquina, los amigos… Tragué saliva. Aferré mi humilde rosa robada y mi solitario libro, apreté los dientes y recordé que Sant Jordi, crucemos los dedos, volverá por julio.
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