Anna Starobinets, la reina del terror ruso y de los abismos cotidianos
Se ha instalado en Sant Cugat (Barcelona) huyendo de Putin. Nos sentamos en su cocina para hablar de su última novela, ‘El Vado de los Zorros’, y del cuento que está escribiendo su hijo sobre un hámster de tres corazones, entre otras muchas cosas


Hay maletas abiertas en el suelo, junto a la puerta, zapatos por todas partes, y una caja de Smacks de Kellogg’s sobre la mesa. La mesa es la mesa sobre la que la reina del terror ruso, o una de las reinas del new weird mundial, ese imposible cruce entre Nikolái Gógol, Shirley Jackson, Ray Bradbury, Angela Carter y, por qué no, el primer Stephen King, escribe estos días. También es la mesa, repleta de pequeñas cosas, en la que su hijo de 10 años se ha dejado el estuche, y la primera página de un relato protagonizado por un hámster de, dice, tres corazones. “El relato en sí son las instrucciones para descubrir cuántos corazones siguen latiéndole”, dice, y sonríe, orgullosa.
Anna Starobinets (Moscú, 46 años) acaba de instalarse en Sant Cugat del Vallès, la tranquila y exclusiva localidad situada a poco más de 10 kilómetros de Barcelona, decidida a abandonar Georgia, antigua república soviética a la que viajó directamente desde Sri Lanka, donde se encontraba de paso cuando Rusia declaró la guerra a Ucrania. “Nadie se podía creer que iba a hacerlo, pero lo hizo. Cancelé mis billetes, nos instalamos en Georgia”, recuerda. Viste una camiseta con una bicicleta, y unas Chuck Taylor de distintos pares —una roja, otra negra— en las que puede leerse la palabra (deadline). Cuando dice “nos” se refiere a su hija de 21 años y a su hijo, el autor del relato sobre el hámster de tres corazones. También a su caniche. Ni su hija ni su caniche están aún en Sant Cugat. “Vendrán cuando encontremos una casa”, dice. No pueden tener mascotas en el apartahotel en el que están viviendo, que parece sacado de un relato de J. G. Ballard —“¿verdad? Es como si el mundo ya se hubiese acabado y aún estuviésemos aquí, apartados, en algún lugar, con una piscina, y vecinos a los que nunca escuchamos”, dice, divertida—, un rascacielos diminuto, de impersonales pasillos anchos, y balcones deshabitados que dan, o bien a una calle de urbanización por la que raramente pasa alguien, o bien a la piscina comunitaria, de un azul eléctrico, perpetuamente vacía, y aquí y allá, algunas sombrillas de paja, y tumbonas. “En Georgia nos sentíamos como en un limbo. El primer año esperábamos que la guerra terminara. Pero no terminaba. Y no quería que mis hijos crecieran en Georgia. No es un país al que un extranjero pueda pertenecer. Y a mí ya no me importa no pertenecer, pero quiero que mis hijos puedan sentirse de un lugar”, cuenta. Y le gustaría que ese lugar fuese España. “Mi país favorito del mundo”, dice.
Su marido, Alexander Garros, Sasha, también escritor, falleció de cáncer en 2017. Cuando descubrió que estaba enfermo también descubrió que, en tanto ciudadano letón residente en Rusia, no iba a tener acceso a un seguro médico. De forma que la pareja, aún en pleno duelo por la muerte de su hijo —el hijo que supieron que no iba a vivir por una malformación genética en una visita rutinaria al médico en 2012—, tuvo que hacer frente a los gastos del tratamiento. Aquella pesadilla la relató en Tienes que mirar (Impedimenta, 2021), una memoir o crónica del fin de un mundo dominado por la violencia de las instituciones sanitarias de su país, que se redoblaría durante la enfermedad de Sasha. “Cuando Sasha murió, me quedé sola”, dice Starobinets.

Cae el día en la sala de estar-cocina-improvisado-armario del estudio familiar en ese aislado apartahotel. Ha hecho una cafetera que también parece haber sido en algún momento dos cafeteras. La parte superior es de color verde, la inferior, roja. “Durante un año y medio fui incapaz de escribir. Llegué a creer que había perdido la imaginación”, dice. No hablaba de la soledad corriente, sino de la soledad del creador que se ha sabido siempre un doble. “Es probable que la obsesión de los creadores por el doble tenga que ver con que somos dos personas. La que escribe y la que vive. A veces la vida es soportable porque la tenemos a ella. Esa otra yo. Que a mí me da un poco de miedo. Siempre está diciéndome que podemos usar esto y aquello. Todo lo que nos pasa. Incluso cuando no es algo bueno. Es un poco psicópata”, confiesa.
Anna tiene una historia fascinante sobre el momento en que decidió que sería escritora. Su padre, Alfred Starobinets, científico, llegó un día a casa con un libro enorme que dejó caer estruendosamente sobre la mesa. “¡Mi primer libro!”, cuenta que dijo. La niña Anna le echó un vistazo. No le pareció un libro en absoluto. Estaba repleto de números. Se lo dijo. También le preguntó: “¿Cómo vas a haber escrito tú un libro si nunca me has contado un cuento?”. El padre se rio. A ella le dio tanta rabia que se metió en su cuarto y se puso a escribir. Así, contra el sistema, contra el microsistema familiar, una comuna en miniatura, nació la primera novela, minúscula, ardorosamente fantástica de la reina de todos los abismos cotidianos posibles, y también de los imposibles. “Quería dejar claro quién era el verdadero escritor en casa”, asegura. Recuerda que tenía cinco años. También recuerda que la novela en cuestión tenía una sola página, y que iba sobre ranas. ¿Qué demonios harían las ranas en ella? ¿Formar parte de algún tipo de engranaje del que, simplemente, iban a creer estar escapando sin estarlo en realidad? Porque he aquí lo que la literatura de Starobinets golpea una y otra vez, aquello que ataca, y trata de no exterminar sino de exponer, o de exterminar exponiendo, “el horror de estar ahí dentro”, siendo ese dentro la interminable, indecorosa y cruel, la para siempre muerta en vida Unión Soviética. El fantasma, poderosamente real, de un comunismo que no es otra cosa que engranaje fatal. Pues si algo tienen en común las historias de Starobinets es que bajo cada superficie, por más sofisticada que esta sea, late la posibilidad de no estar siendo algo único, sino parte de una trama, parte de un sistema que te utiliza para existir, y en el que la idea del simulacro está siempre presente, porque todo lo que ves no es más que eso, algo que estás viendo, pero que ¿acaso es real? ¿Cómo vas a saberlo?
En ese sentido, El Vado de los Zorros (Impedimenta), su monumental, histórica y fantástica última novela —prepárense para dar la bienvenida a las mujeres zorro, y a una Segunda Guerra Mundial que no se parece en nada a aquella de la que han oído hablar—, es un buen ejemplo. Y es así porque es el relato de cómo una de esas piezas, un alguien llamado Maxim Cronin, antiguo artista del circo —peculiar hombre bala ataviado con cuchillos— y fugitivo de un Gulag, un alguien a quien otro alguien ha despojado de sus recuerdos y quizá ha convertido en otra cosa —ser mitológico, muerto, mero humano maldito, quién sabe—, trata de entender en qué consiste el mundo en el que ha despertado, solo —en realidad, acompañado por Flint, un personaje sacado de La isla del tesoro—, en plena guerra, y ante algún tipo de abismo en el que la realidad y la fantasía están mezclándose, emborronándose, y en el que aquellos que lo habitan —que habitan ese mundo mutante, a medio camino de todo— buscan un arma biológica legendaria, atrapados en una conspiración que va mucho más allá que la guerra en cuestión.
“Esa novela era en realidad un guion. El guion de una serie de televisión que escribimos juntos Sasha y yo. Pero cuando descubrimos que la industria cinematográfica en Rusia no es una industria que pretenda hacer películas ni series, sino blanquear dinero, y que jamás iba a rodarse, traté de recuperar los derechos, y al final, lo conseguí. El resultado ha ido mucho más lejos de lo que la serie pretendía”, confiesa. También asegura que ha hecho cientos de entrevistas para documentarse. “Recuerdo estar entrevistando a un tipo que había sido del KGB y que, cuando le dije que estaba escribiendo una novela de ciencia ficción, me soltó: ‘¡Vaya! ¿Y para qué me necesitas? ¡Puedes inventártelo todo!’. Yo quería saber incluso cuántos botones tenía su uniforme y de qué estaban hechos. Le expliqué entonces lo que digo siempre. Que para que algo fantástico funcione dentro de una historia tiene que estar rodeado de la verdad más absoluta. Todo tiene que ser real”, afirma.

Autora de libros de cuentos poderosamente extraños —como La glándula de Ícaro y el aún imbatible Una edad difícil—, de libros de detectives para niños —entre ellos, los de su serie Crímenes bestiales—, y de cuentos sin hadas para esos mismos niños, como Gatlántida y En la guarida del lobo —editados en España por Espiral Ediciones—, además del mencionado memoir, y dos novelas, también El Vado de los Zorros, asegura que, en lo cinematográfico, también es una especie de Ed Wood. Ya saben, el director de películas maravillosamente obtusas, en las que nada tenía sentido. Solo que en el caso de Ed Wood era por falta de recursos. En el suyo, cosa de Disney en Rusia. “Disney me pidió que hiciese un guion para una película rusa, y la verdad es que fui todo lo ambiciosa que pude, porque pensé que no había nada que Disney no pudiera conseguir. Pero no caí entonces en el tema del blanqueo de dinero. De repente, la película fue quedándose sin escenas, y el resultado, algo llamado Kniga masterov, es, dice Anna Starobinets, “una cosa delirante con señoras con diademas hechas con papel de plata”.
Anna se enorgullece de formar parte de la lista negra de autores en su país por haberse opuesto al régimen de Putin. “No voy a poder volver a trabajar allí en nada relacionado con la escritura”, dice. Sus novelas se forman en enormes cartulinas blancas que parecen mapas de palabras, cronologías que parten de una línea que las divide. Son alargadas, rectangulares. “Las coloco en el suelo mientras escribo. No lo tengo todo planeado, pero casi”, afirma, y se revuelve el pelo, que le ha crecido un poco, y parece ligeramente rizado, su aire es decididamente de los noventa, grunge.
“¿Que cómo fue mi adolescencia? La verdad, no la recuerdo. Me la pasé trabajando. Trabajo desde los 13 años. Trabajaba entonces en restaurantes y ese tipo de sitios. Vivía con mis padres en un piso mucho más pequeño que este. Tenía un único ambiente. Y con eso quiero decir que dormíamos y cocinábamos en la misma habitación, que tenía un pequeño horno y fogones. Estudié mucho, y las buenas notas me sacaron de allí. Yo quería salir de allí a toda costa”, recuerda. Hasta había dejado de escribir. “No tenía tiempo para nada”, dice. Recuperó el hábito, volvió a desdoblarse —a ser ella, y esa otra que siempre está ahí esperándola para “usar todo lo que he vivido, y lo que he leído”— cuando nació su hija. Publicó Una edad difícil, su primer libro, en 2005. Tenía 27 años. De niña había pasado tanto tiempo sola que creyó que iba a volverse loca. Fantaseaba con la posibilidad de estar conviviendo con un extraterrestre fantasma que la observaba cuando sus padres no estaban, que era siempre, y con el que hablaba a todas horas. “Ahora mis días son muy sencillos. Me despierto a las 7.30, acompaño a mi hijo a la parada de autobús, y vuelvo, me hago café y me pongo a mirar la página web de Idealista. Es curioso. Mis padres decían cuando era niña que escribir no era una profesión, y el otro día, por primera vez, el dueño de un piso que quería alquilar me expuso exactamente lo mismo”, dice, ligeramente divertida. “Es rarísimo, por un lado, soy una escritora famosa hasta el punto de que la gente me reconoce —¡jamás me había pasado fuera de Rusia!—, y por otro, una inmigrante rusa buscando un piso de alquiler que está costando mucho encontrar, porque escribir no es una profesión, me dicen, y no parezco nada fiable”.
Pero Anna Starobinets no va a rendirse. Por fin está donde quiere estar, en su “país favorito del mundo”. Muy cerca de la ciudad de la que se enamoró, asegura, a la vez que se enamoró de su marido. Así lo recuerda: “Sasha era un apasionado de Barcelona. Siempre que teníamos algo de dinero, veníamos a Barcelona. Habíamos viajado por España. En parte, soñábamos con vivir aquí los cuatro. Es increíble estar aquí”. Está aprendiendo español. Cada mañana va a Barcelona a sus clases. Luego busca una cafetería cualquiera y escribe. Dice que ya puede entender aproximadamente “el 70%” de lo que escucha. Y eso que lleva solo una semana. Siempre se le han dado bien los idiomas. Excepto el que hablan en Georgia, que, dice, “es un idioma imposible”, algo así como su forma de protegerse ante el mundo.
Si la escritora rusa tuviera que recomendar un libro de los últimos que ha leído, sería The Gray House, de la escritora armenia Mariam Petrosyan. Su película favorita siempre ha sido, y sigue siendo, La historia interminable. A veces va al gimnasio —“me sirve para no volverme loca”, confiesa—, y luego recoge a su hijo en el colegio, o en la parada del autobús, y caminan hasta casa, ese estudio de apartahotel en el que anochece esa tarde de un lunes de octubre, las maletas abiertas junto a la puerta, zapatos por todas partes, la caja de Smacks aún sobre la mesa.
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