La falla en el desierto de Miguel Arraiz, el valenciano detrás del diseño del último festival Burning Man
En Black Rock, Nevada, se erige cada agosto una ciudad efímera para albergar el festival Burning Man. En medio del caos, un templo para la paz y el recogimiento que, al final del evento, arderá. Por primera vez lo ha diseñado un español, el valenciano Miguel Arraiz


Gabe Kim se gana la vida como puede conduciendo un Uber por San Francisco. Tiene 38 años y hace 10 meses dejó el estudio en el que trabajaba como artista en Los Ángeles para mudarse aquí con una sola misión: colaborar en la construcción del templo de Burning Man. Ha ido cuatro veces al famoso festival, esa celebración entre verbena psicodélica y espiritual de final del verano en mitad del desierto de Nevada, y lo que más le conmovió cada una de esas veces fue “ver arder el templo”. Así que este año, Gabe ha decidido que será uno de los 900 voluntarios que participarán en la construcción de este gran monumento efímero. En Burning Man, casi todo se levanta con las manos de trabajadores comprometidos que, como él, no cobran ni un dólar. Cuando el templo esté acabado, Gabe planea dejar allí una foto y una carta. Su hermano murió de forma repentina a los 21 años, cuando él tenía 18. Nunca pudo despedirse de él.
Cada año, decenas de miles de personas se reúnen en el desierto de Black Rock —con sus 2.600 kilómetros cuadrados, es la superficie plana más grande de Estados Unidos, incrustada en Nevada— para levantar una ciudad efímera que dura lo que la fiesta: una semana. Es un experimento social, una comunidad en la que no vale el dinero y todo se comparte. La playa, que es como se llama el área donde se levanta esta urbe, es una utopía temporal, mezcla de creatividad, polvo y fuego. Y en ese ambiente de caos controlado y euforia, el templo es un espacio de silencio y recogimiento.




El ganador del concurso para construirlo este año es, por primera vez, un español: el arquitecto valenciano Miguel Arraiz (50 años). Desarrolló el proyecto con Javier Molinero y Javier Bono, aunque fue él quien más se implicó personalmente. Como Gabe, lo ha dejado todo para dedicarse por completo a esta misión. Mientras el resto del campamento vibre a finales de agosto en una fiesta con esculturas monumentales, bicicletas iluminadas, drogas, carrozas y música electrónica, la creación de Arraiz ofrecerá otra cosa: un lugar para el duelo, la memoria y el perdón. Allí se cuelgan sobre todo fotos de seres queridos que ya no están y cartas, pero también ecografías, vestidos de boda, cascos de moto, de fútbol americano…
Para Crimson Rose (74 años, Port Hueneme, California), cofundadora del proyecto Burning Man, la quema del templo es también un acto de generosidad: “Al honrar a quienes nos han dejado, mantenemos viva su memoria. Los artistas que se sienten llamados a crear una obra que será liberada por las llamas tienen un carácter muy especial. En lugar de aferrarse a la obra como algo que guardarían en un museo, lo entregan a la comunidad a través del fuego. Y lo que queda es la memoria, que vivirá mucho más”, cuenta Rose desde su casa próxima a Reno (Nevada), cerca de donde se levantará la ciudad efímera de Black Rock City.
Arraiz fue copropietario de un exitoso estudio de arquitectura, pero la crisis de 2009 le obligó a dejarlo. Cuando supo que le encargaban el templo, trabajaba en una fundación pública dedicada a gestionar proyectos europeos innovadores en el sector agroalimentario. “No tenía nada que ver con lo mío…, así que cuando supe que había ganado el concurso, no dudé en dejarlo todo y venir a San Francisco”, dice. Así empezó a integrarse en la comunidad burner, una red inmensa que se activa meses antes de que el polvo del desierto lo cubra todo. Llevar a cabo el proyecto costará alrededor de 750.000 dólares (unos 650.000 euros). El arquitecto español ha recibido una beca de 135.000 para arrancar, el resto tiene que conseguirlo a través de donaciones. Durante cuatro meses, El País Semanal lo ha seguido en su aventura.

Oakland, 10 de abril
Miguel Arraiz y su equipo han alquilado en la calle Grand Avenue una nave de 2.000 metros cuadrados para realizar el montaje del Templo de la Profundidad (Temple of the Deep), que es como se llamará este año la instalación. “Nos cobran por la nave 7.000 dólares al mes, haciéndonos precio especial porque lo hemos hecho a través de un contacto del Burning Man y el propietario quería ayudarnos”, comenta mientras introduce la contraseña “3108” —la fecha en la que se quemará el templo— en el candado para abrir la puerta de la valla de acceso. El templo se construirá por piezas, se transportará a Nevada en camiones y luego se ensamblará en la playa de Black Rock City en 16 días.
“Con nueve años me apunté a la comisión fallera de Valencia… Yo dibujaba fallitas en un cuaderno, las que iba viendo”. Y comenta de dónde surge su relación con el fuego: “Desde pequeño, el 19 de marzo he visto cómo queman cosas en mi ciudad”, recuerda. Su primera falla de barrio sorprendió a los vecinos, que creían que estaba incompleta. Sin embargo, cuando la quemaron, las llamas fueron tan intensas que incluso derritieron parte de las ventanas de los pisos superiores. “Pero el seguro del Ayuntamiento les pagó las persianas”, recuerda con una sonrisa. Al año siguiente, Miguel apostó por una propuesta más audaz: una estructura que simulaba un termitero, con 300 ninots hiperrealistas en forma de larvas hechas de cera.
Su enfoque rompedor alcanzó su punto álgido en 2015, cuando fue invitado por una agrupación, junto al artista David Moreno, a dar una vuelta de tuerca al concepto de falla. Una innovadora estructura de gran altura hecha con tubos de cartón generó un intenso debate público, enfrentando a vecinos y autoridades. “Para mí, la falla debe ser un espacio de conflicto y escarnio público. Si el gobierno no lo censura, no está cumpliendo su función”, afirma. Critica además el uso actual de esta tradición: “Los políticos buscan sus ninots para fotos, convirtiendo lo que debería ser una crítica en un arma de adoctrinamiento”. A Miguel Arraiz le gritaban e insultaban los vecinos por atentar contra esta tradición ancestral apostando por una pieza tan geométrica y moderna. Finalmente, una tormenta apuntilló aquella falla maldita reduciéndola a un montón de cartón y madera.
Ese mismo año, en 2015, llegó una llamada inesperada: Christian Almenar, un joven valenciano que residía en San Francisco, le propuso un intercambio cultural con Burning Man. Aquella conexión abrió una puerta nueva: consiguieron entradas, conocieron a los fundadores y, al año siguiente, reunieron 50.000 dólares en becas y ayudas para llevar su propia instalación fallera al desierto de Nevada.









Oakland, 26 de abril
La nave ya no se parece al espacio vacío de semanas atrás. Ahora, la zona destinada a la construcción hierve de actividad y tiene el aspecto de un taller profesional: madera apilada con orden, herramientas clasificadas y un equipo que se mueve con un propósito. Este año, el templo que se levanta es radicalmente distinto a los anteriores. Miguel Arraiz ha diseñado una gran roca negra, agrietada, sin referencias a catedrales ni templos tradicionales, como se venía haciendo en ediciones anteriores. Unas 150 toneladas de madera que formarán un edificio de 14 metros de altura y 30 de diámetro. “Quería alejarme de las formas clásicas. El desierto se llama Black Rock (roca negra en inglés), así que me pareció natural partir de una roca”, explica. La idea surgió en un momento personal complicado, tras el trauma por la ruptura de una relación sentimental tormentosa y una depresión. De ahí las grietas a modo de cicatrices que rodean el templo.
Oakland, 8 de junio
Llega el primer camión encargado de transportar las piezas hacia el desierto. En los 2.000 metros cuadrados de la zona de trabajo, distintos equipos se reparten las tareas con una organización meticulosa. En cuatro mesas equipadas con sierras circulares, en equipos de dos voluntarios, cortan los listones más grandes de madera. Uno de ellos es Kirill Vernikovski, tiene 33 años y es ruso. “Llevo años queriendo ir a Burning Man. Pero quería involucrarme en el proyecto, y no ir como un asistente más”. Aún no tiene entrada, que puede rondar los 600 dólares (512 euros) si se compra con antelación, pero espera conseguirla en el próximo mes.
Al frente de la orquesta de carpinteros está Thor, encargado de dar forma al templo antes de que tome vida en el desierto. Aporta al equipo de Miguel Arraiz no solo su destreza como carpintero, sino también un profundo conocimiento de cómo se comporta la madera en el desierto. Black Rock es un entorno implacable: calor seco durante el día, frío por la noche, polvo, tormentas de arena y un montaje contra reloj ponen a prueba cada decisión. Por eso Thor asegura que Miguel siempre está dispuesto a adaptar el diseño y escuchar sugerencias. Conoce bien el material con el que se levanta el edificio: pino de Oregón, también conocido como abeto Douglas, una madera flexible y resistente, muy utilizada en la construcción en esta parte de Estados Unidos. La primera vez que Thor supo de la existencia del templo fue gracias a su tío Scott, cuando le habló del artista que impulsó la tradición del templo, David Best: “No había oído hablar de él, era demasiado joven y estaba atento a otras cosas, pero quedé impresionado no solo por los templos que hizo para Burning Man, sino también por el resto de su trabajo”, recuerda. En abril, Miguel fue a visitar a David Best a su casa de Petaluma, California. Una cita obligada para los artistas que cada año desarrollan la pieza principal del festival, ya que este californiano de 80 años es la gran referencia. Fue el creador del primer templo en el año 2000, y luego construyó ocho más.

El origen del gran monumento del Burning Man surgió a partir de una tragedia hace 25 años. “Aquel año el tema era el cuerpo, así que decidí hacer el Templo de la Mente (en inglés, Temple of the Mind)”, comenta Best por teléfono desde su casa al norte de San Francisco. En aquel proyecto colaboraba con Michael Heflin, un joven artista que consideraba a David su mentor. “Tuvo un accidente mortal con su Ducati a más de 200 kilómetros por hora, volviendo del taller, dos semanas antes del Burning Man”, recuerda Best. Aquella pérdida convirtió la obra en un homenaje a aquel joven. “Todo el equipo pensó que a Michael le habría gustado que termináramos el templo. Así que finalmente estábamos haciendo un tributo a nuestro amigo”. Fue el germen de una tradición que nadie imaginaba: “Aquel año, 50 asistentes pusieron nombres de personas que habían muerto en accidentes. No fue nada ceremonioso, recuerdo que fue un martes, pusimos gasolina, algunos fuegos artificiales y lo quemamos”. Al año siguiente la organización le pidió si podía construir otro templo. “Decidí construir un templo dedicado a quienes habían perdido a alguien. Lo llamé Templo de las Lágrimas (Temple of Tears)”.
Para David, la mayor recompensa que le brinda construir el templo es saber que sirve de alivio a personas que atraviesan momentos realmente duros. “En una ocasión, tras la quema del templo, se me acercó un hombre y me dijo: ‘Mi hijo se suicidó y tú lo has liberado”, recuerda. Sin embargo, no todo en Burning Man le resulta positivo. Observa con preocupación cómo el festival podría perder parte de su esencia. “No soy hippy, ni siquiera soy un burner”, dice con una sonrisa. “Pero lo que hace único a Burning Man es que todo el mundo es bienvenido”. Un ideal que, según él, se ve cada vez más amenazado: “Ahora vienen personas con mucho dinero que montan campamentos exclusivos donde otros no pueden entrar. Eso tiene que desaparecer”.
Oakland, 26 de junio
Buena parte de las piezas de la estructura del templo ya están fabricadas y apiladas. El ritmo se acelera: ahora también se trabaja entre semana. Mientras Thor y los voluntarios se dejan la piel en el taller, Miguel Arraiz cruza el país en busca de dinero. Asiste a eventos y viaja sin parar: ya ha pasado por Los Ángeles, Chicago, Nueva York y España, aunque de este último viaje, irónicamente, no ha salido ni un euro. “Ni siquiera me han pagado el viaje de los cuatro artistas falleros que van a construir la pieza interior”, lamenta. Miguel podría haber recurrido a artistas locales, pero prefirió apostar por Manolo García y sus tres ayudantes: reconocidos carpinteros falleros expertos en la técnica de la vareta —un método que consiste en unir finas piezas de madera— y que, en este caso, levantarán una especie de nido en el corazón del templo.

Mientras Miguel viaja, Ewa Jagiello (41 años, Polonia), jefa de proyecto y mano derecha del arquitecto, supervisa cada avance. Ingeniera y decoradora de interiores, sabe bien lo importante que es dejarlo todo listo antes de pisar el desierto, donde las condiciones se vuelven extremas: “En el último templo estuve 23 días en el desierto. Me encargaba de la iluminación, y trabajaba sobre todo de noche. Dormía apenas tres horas al día”, recuerda.
Miguel Arraiz persigue un sueño más allá del proyecto del templo. “Me gustaría hermanar Black Rock City y Valencia como las dos grandes capitales del fuego. Esto que hemos conseguido con el templo reúne todo el trabajo de muchos años y le da más relevancia: es una forma de generar marca España”, explica. “Ellos han aprendido de nosotros mucho, como la pirotecnia valenciana que ahora forma parte del Burning Man”, pero no está tan seguro de que en la otra dirección se muestre el mismo interés. “Siempre lo han visto desde el punto de vista turístico. Lo que pretendíamos era hacer un intercambio cultural. Mientras unos mantienen la filosofía de la descomercialización, otros buscan que vengan más turistas. Pues la cosa se complica”. Y entonces dice Miguel indignado que los políticos siempre le acaban preguntando: “Y a esto ¿cómo le sacamos rendimiento?”, y concluye: “El rendimiento es cultural, no económico”.
Stuart Mangrum es uno de los referentes de la organización, ejerce como jefe de comunicación y director del Philosophical Center de Burning Man. Se encarga de mantener la filosofía del evento. Comparte con Miguel el sueño de establecer ese puente con Valencia. “He estado en las Fallas varias veces y siempre me han impresionado las similitudes que existen entre ambas fiestas”, comenta a través de una videollamada desde Los Ángeles. Mangrum lleva desde 2014 trabajando en ese intercambio cultural. “Me encantaría que, ya que Miguel está haciendo el templo este año, un artista de Burning Man construyera una falla municipal. Eso cerraría el círculo”.
Un vínculo del que Miguel Arraiz se siente feliz es el que se ha establecido recientemente con las víctimas de la devastadora dana que arrasó Valencia en octubre del año pasado y que coincidió con la presentación a concurso de su proyecto. Esta colaboración con la Universidad de Valencia permitirá a familiares y amigos de víctimas de este trágico suceso enviar cartas y fotos que luego arderán el último día de agosto.

Oakland, 31 de julio
Un tráiler con las piezas finales para la estructura del templo está a punto de partir hacia el desierto. Es el último de los 13 camiones que han salido hacia Nevada. “Es como una expedición al Everest. Prepararemos 25 paquetes con ropa de trabajo, una por día, ya que allí no se puede lavar, y luego se meterá en barriles de ropa sucia para sacarlo al final”, comenta Miguel Arraiz mientras repasa una lista con todo lo necesario. Electrolitos, crema para el sol, ropa de trabajo para el frío, tiendas de campaña, sacos… y, por supuesto, herramientas de limpieza, ya que no puede quedar rastro de su paso por el desierto.
Black Rock, 6 de agosto
La primera expedición formada por 25 personas entra al espacio donde se levantará Black Rock City, que es aún una llanura vacía. La organización irá permitiendo la entrada por grupos hasta completar los 120 voluntarios que levantarán el templo. Al mismo tiempo, poco a poco se irá formando esta gran ciudad a lo largo de 17 kilómetros cuadrados, cinco veces el Central Park de Nueva York, que albergará más de 70.000 participantes y alrededor de 400 obras de arte, algunas de las cuales se reducirán a cenizas.
El 31 de agosto, el Templo de la Profundidad desaparecerá en silencio, devorado por las llamas. A través de las grietas de esa gran roca negra se escaparán las brasas que convertirán en ceniza cartas, fotos y objetos que miles de personas habrán dejado atrás para soltar sentimientos que pesan, como la despedida de Gabe a su hermano, o el homenaje de familias a las víctimas de la dana en Valencia. Miguel Arraiz verá consumirse el fruto de tanto esfuerzo y, entre el humo, encontrará la recompensa: construir un gran puente de fuego entre Black Rock City y Valencia.
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