Julia Wertz: “Ser un alcohólico funcional es peligroso porque puedes seguir bebiendo hasta que tu cuerpo colapsa”
Los cómics de esta estadounidense rebosan verdad, historia y ternura. Habla de sí misma, de su familia y amigos para retratar la vida. Y de sus paseos y pensamientos para describir el mundo. Utiliza el humor para tratar desde la irracionalidad de sus primeros trabajos en San Francisco hasta la especulación inmobiliaria en Nueva York, y describe con desnudez su enfermedad autoinmune (lupus), su vida sexual, su alcoholismo y su camino hasta la rehabilitación


Julia Wertz (Napa, Estados Unidos, 42 años) es la mujer despierta, rapidísima y sincera que protagoniza sus novelas gráficas: Los incorregibles o Barrios, bloques y basura (Errata Naturae). Pero físicamente no se parece en nada. Decidió concentrarse con meticulosidad en el dibujo arquitectónico “básicamente porque suele carecer de curvas” y simplificar el de las personas. El resultado es que sus personajes intensifican su expresión. La autora de cómics estadounidense pasó en junio por la Feria del Libro de Madrid para hablar de su obra.
Con 20 años le diagnosticaron lupus y, sin fuerzas para leer, descubrió las novelas gráficas.
Conocía los cómics de los periódicos o Calvin y Hobbes y Tintín, pero no sabía que existían novelas gráficas narrando vidas de personas. Buscaba algo fácil de leer y tropecé con My New York Diary, de Julie Doucet. Fue una epifanía. Terminé de leerlo y me puse a dibujar mi habitación desordenada.
Qué extraño que le parecieran lecturas fáciles.
Lo pensé porque había dibujos. Pero son densas. Tanto, que cuando me puse a leer todo lo demás desapareció.
En sus libros el mundo se acalla.
Casi todo lo que hago es para acallar el mundo que me rodea y para silenciar mi cabeza. Tengo un diálogo interno constante y extenuante. Para salir de mi cabeza dibujo y hago exploraciones urbanas. Empecé porque quería aprender sobre cualquier cosa que no fuera yo.

Barrios, bloques y basura es una guía por el Nueva York invisible.
Leo mucha historia urbana y médica. En Nueva York se inventó la tarjeta de crédito, el aire acondicionado, el papel higiénico, los cajeros automáticos y el Scrabble. Soy fan de las caminatas. También corro, pero odiando cada segundo. Con cada zancada voy escupiendo: lo odio, lo odio, lo odio…
El humor le sirve para hablar de enfermedades, adicciones, problemas familiares, soledad…
Es genética: mi madre y mi hermano son muy divertidos. Huía de lo que te enseñan de pequeña para ser una niña mona: no te ensucies, no te tires pedos, y luego, de adolescente, no te masturbes, no hables tanto o no estés tan callada… No me tomo la vida demasiado en serio. Sé que incluso cuando todo va mal las cosas cambian.
¿Cómo lo aprendió?
Mi padre era predicador evangélico. Mi madre, catequista. No soy religiosa, pero me ha quedado un legado: “Todo sucede por una razón”. Puede que la razón no sea buena, pero te empuja hacia una dirección en la que puedes convertir una adversidad en una lección. Saber que puedes aprender de cualquier situación hace que ante momentos de mierda pienses: aquí hay una lección.
¿Conseguiría la intensidad de sus cómics si no hablara de su propia vida?
Probablemente no. No soy muy buena con la ficción. Pero… todavía no he hablado de mi padre.
El que aparece en sus libros es un republicano defensor de la Asociación Nacional del Rifle…
Está incluso más loco que eso. Me cuesta explicar a la gente el tipo de lunático que es. Pero no era así. Llegó hasta su fondo y cambió…

Y los abandonó.
Y nuestras vidas se transformaron. Me gustaría hacer un libro sobre él y mis hermanos. Pero… debo esperar. La historia está viva. Él aparece cada pocos años. Trae locura y desaparece. Necesito entender por qué todos los hombres en nuestra familia están locos: tíos, abuelo, padre…
¿Es genética? ¿Un reflejo de la sociedad estadounidense?
La genética es una parte. Pero el contexto lo desencadena. Puedes tener genes que no se activan. O puedes desactivarlos con educación o terapia. El gen del alcoholismo se activó en mi caso. Pero las enfermedades mentales —bipolaridad, depresión, esquizofrenia…— parecen limitarse a los hombres y quiero entender por qué sucede así.
Creció en Napa, cerca de San Francisco.
En una pequeña granja construida a finales del siglo XIX. Era antigua, bonita y nada funcionaba. Mi madre todavía vive allí.
En sus libros se esfuerza por entender a su madre.
Tuve una madre que estudiaba, trabajaba y se divorció.
Y que le hizo cuidar de su hermano pequeño.
Tenía 10 años menos que yo. Y ayudé hasta que, con 13 años, empecé a trabajar para contribuir a la economía familiar.
¿No es ilegal?
Limpiaba casas. No ha salido en ningún libro porque me falta espacio. Con 16 años conseguí trabajo en una pizzería.
¿Sus padres han leído sus libros?
A mi madre le encantan los cómics en los que sale porque se ve divertida. Y lo es. Pero a cualquier padre le cuesta saber lo que pasa por la cabeza y la vida de sus hijos, sobre todo si están sufriendo. Ahora que soy madre miro mis libros con terror. Cuando empecé a hacer cómics pensé que decir la verdad…
Era hablar de pornografía, masturbación…
Esa parte de la vida de todos que no vemos que sea un tema. En mi próximo libro hablo de mi hermano mayor. Durante la pandemia dejó de medicarse para su bipolaridad. Un tren lo atropelló y perdió su mano izquierda y tres dedos de la derecha.

En libros anteriores, Josh es el estable.
Pasó muchos años medicado por su bipolaridad. Y me ayudó. En los últimos tiempos yo he podido ayudarlo a él. Ahora está bien.
La hemos visto crecer, cambiar, alcoholizarse, curarse…
Si me conoce, hice bien mi trabajo.
También la hemos visto disfrutando de la soledad.
Sé estar sola desde pequeña. Pero a veces también me he sentido aislada.
¿Como madre, observa la soledad de su hijo?
Felix tiene cinco años, pero a veces me pide espacio. Con esas palabras: “Mamá, necesito un poco de espacio”.
¿De quién lo aprendería?
Claro. Fue la primera vez que me vi en mi hijo. Lo miré y pensé: vas a necesitar mucho de eso. Pero no cojas demasiado. Demasiado espacio es malo.
Su marido, Oliver, aparece en casi todos sus libros. Lo retrata a partir de sus dudas sobre él.
Supongo que los escritores a veces necesitamos herir para ser honestos. Pero nuestro lenguaje amoroso consiste en provocarnos mutuamente con falsa maldad. Todas mis personas favoritas se ríen de mí. Confío en que el lector pueda entender que Oliver no es en realidad gilipollas, solo lo hace ver para que me ría.
La de él fue una “espera infinita”.
Pues sí. Hasta que pensé que igual él era el hombre de mi vida. Y lo conté en ese libro.
Cuando escribió La espera infinita, ¿qué esperaba? ¿Curarse? ¿Salir de la pobreza?
Esperaba los resultados de mis exámenes médicos. Pero en un contexto más metafórico esperaba crecer, que llegara mi vida de verdad. Los adolescentes sienten eso: ¿cuándo empieza en serio? ¿cuándo es la vida mía? Piensas que llegarán las cosas que tú quieres. Pero en realidad cuando llega la estabilidad es un poco cuando la vida se acaba. Solo que eso aprendemos a verlo luego. La estabilidad destroza la ligereza.
¿Echa de menos el tipo de vida que tuvo?
Desde que soy madre echo de menos mi libertad, no calcular, no estar pendiente de nadie, no preocuparme.
Sus libros autobiográficos ¿retratan también a su generación?
Estoy en la frontera entre la generación X y los mileniales. La apatía viene de la X y la autoobservación es más milenial. Crecí sin internet y eso me acerca más a los X.
¿Crecer sin internet es ventaja o desventaja?
Para mi trabajo, desventaja, pero para mi juventud fue una ventaja. Creo que las redes me hubieran destrozado siendo adolescente. Veo que algunos jóvenes salen de su casa sabiendo ya a qué grupo pertenecen. Pero yo crecí en el modelo clásico de los años noventa de cerdos, frikis, deportistas o barbies y tuve que tratar de encontrar mi gente en ese mundo.
¿Cuál era su grupo?
Pasaba de uno a otro, pero siempre me incliné hacia los frikis.
Pasó de vivir en Napa a hacerlo en grandes ciudades.
Salía de un pueblo pequeño y bonito y buscaba lo contrario: gente, edificios, caos… San Francisco no es una ciudad fácil para vivir. Me enamoré de ella justo cuando estaba a punto de irme a Nueva York.
En Nueva York vivió en una habitación ilegal…
Con el casero entrando sin llamar… No era legal porque era un sótano inundable con potencialidad de envenenamiento por radón. Era para alguien como yo: barata.
Se quedó allí más de una década.
Empecé a amar Nueva York cuando comencé a dibujarla. Y dibujarla fue consecuencia de tener que salir del apartamento. Cogí la costumbre de caminar. Y con los paseos llegó la investigación, el descubrimiento y el dibujo. Nueva York no era el problema. La difícil era yo. No conseguía trabajos porque me pasaba el día bebiendo y me despedían porque llegaba al trabajo agotada. Una vez reconocido eso, estás en el camino de intentar solucionarlo.
¿Cuándo empezó a beber?
Con 16 años. En Napa, el vino estaba en todas partes. Pero beber no se convirtió en un problema hasta que empecé a hacerlo sola. Un día, en el supermercado, vi las botellas. Pensé: podría comprar y beber en casa. No hace falta ir a una fiesta. Me pareció una gran idea. Dejé de salir. ¿Para qué? Todo era más fácil en casa. Luego me echaron de un bar donde trabajaba porque me pillaron bebiendo.
Igual no era el trabajo perfecto.
Es lo peor para un alcohólico. Y tenían razón cuando me echaron, claro.
¿Se frustraba?
No. Hay cientos de trabajos en restaurantes. Todos igual de mierdosos. Te quedabas sin uno y cambiabas a otro.
¿Dudó a la hora de contar su intimidad?
No me importa lo que la gente piense de las decisiones que tomo. Cometer errores nos hace formar parte de la humanidad. A nadie le gusta una persona perfecta.
¿Existen?
O están llenos de mierda y mienten, o fingen. Y a nadie le gusta la mentira. Eso también nos une como humanos.
Necesitamos confiar.
Una cosa divertida cuando vas a Alcohólicos Anónimos es que el mundo se presenta al revés. Todos te cuentan lo peor que han hecho o les ha sucedido en la vida: “Casi mato a mi madre. Estuve en prisión durante tres años”. No te han dicho ni su nombre y ya te cuentan eso. Parte del programa empuja a comunicar lo malo de nuestra vida. Y funciona. Allana el camino para la sinceridad. Empiezas la casa por el tejado. Cuando aprendes a comunicarte al revés, de lo íntimo a lo trivial, nada se sacraliza.
¿Alcohólicos Anónimos es una decisión vitalicia?
Procuro ir cuando no me siento fuerte, aunque con el niño es difícil. No solo se aprende a permanecer sobrio. También aprendí a mantener mi palabra. La palabra que das a los demás tiene más peso que la que te das a ti mismo. Aprendes trucos sencillos. Si te apetece beber, sal a dar un paseo. Si te sientes solo, ve a una reunión. Lo más importante es aprender a no engañarte. Parte de conseguir permanecer sobria pasa por asumir tu parte de culpa. Dejar de echar la culpa a los demás o a las circunstancias y buscar qué podrías no estar haciendo bien.
En sus novelas hay muchas vías de salvación: la lectura, la música, los amigos, los paseos… ¿Qué la ha salvado?
La amistad, la familia… las cosas que importan: la intimidad con las personas, aprender a comunicarme honestamente con ellas…
¿Cómo aprendió?
No crecí comunicándome con gran honestidad porque estaba rodeada de religión, que prioriza otros comportamientos. En mi adolescencia aprendí a abordar los problemas y los malentendidos en parte porque mi madre volvió a estudiar y se convirtió en terapeuta. No fue fácil porque ella tenía 40 años y yo 16, y al principio las verdades dolorosas las niegas, las evitas. Las verdades las tiene que querer ver uno. Pero luego, cuando ya tenía 20, nos hicimos realmente amigas.
¿Ya no discuten?
Claro que sí, ¡es mi madre! Pero sabemos hablar.
Entre lo que la salvó estaba también el amor, Oliver, su pareja, y su hijo, Felix.
Estoy acabando un libro sobre la maternidad. Nunca pensé que tendría hijos. No era lo mío. Quería ser artista. Con 33 años tuve un aborto. Luego, con 35 me quedé embarazada accidentalmente y decidí tenerlo. Pero lo perdí. Algo cambió en mi cabeza. Le pregunté a mi amiga Emily, que también hace cómics. Y contestó: “Si estás considerándolo, has abierto la puerta, aunque sea un poquitito. Da un paso adelante”. No es el consejo que yo daría a nadie.
¿Qué aconsejaría?
Que lo pensaran mucho. Son caros, te dejan sin tiempo y el mundo es un lugar muy incierto.
¿Qué aconsejaría a un alcohólico?
Casi todos los libros para alcanzar la sobriedad siguen el mismo camino: parten de un desastre descabellado —accidentes, divorcios…—, luego llega la rehabilitación y luego todo vuelve a funcionar. Y… no funciona así. Me costó mucho llegar a la sobriedad. Volvía a caer. Y cuando lo consigues, no es que todo lo terrible se acabe. Muchos desastres siguen sucediéndote, simplemente no puedes beber para buscar consuelo. Por eso aconsejaría que pidiera ayuda incluso al que cree que no la necesita. Yo misma era lo que se llama una alcohólica funcional: ni dejé de trabajar ni me peleaba con nadie. Aunque puedas trabajar, puedes saber si tienes o no un problema.
¿El autoengaño?
Funciona porque mantienes aspectos de tu vida a flote —el trabajo, el orden, los cuidados—, y eso te hace pensar que no estás tan mal: no estás viviendo en la calle, no tienes deudas… Ser un alcohólico funcional es peligroso porque puedes seguir bebiendo hasta que tu cuerpo colapsa.
¿Como sociedad bebemos demasiado?
Cuando crecí se asociaba el alcoholismo a la cirrosis, al cáncer de hígado, pero hoy está demostrado que favorece muchas más dolencias. La realidad es que no deberíamos beber nada. Cero. Pero esa información está muy manipulada por la industria del alcohol. Colectivamente hemos admitido que está bien beber y que es divertido beber mucho. Como cuando decidimos que fumar era guay. Algunos médicos llegaron a recomendar a mujeres embarazadas que fumaran para mantener el tamaño de sus bebés pequeño. La industria farmacéutica tiene muchas historias de terror en su armario.
¿Es posible vivir sin adicciones?
Somos ansiosos. Y creo que cada uno es por lo menos un poco adicto a algo. Es la naturaleza humana. Yo ahora mismo estoy preocupada por mi adicción al teléfono. Darte cuenta de una adicción te puede salvar de ella. Pero claro, yo, ante el teléfono, pienso: ya estoy en otras batallas, esto es distracción.
Si no fumamos, ni bebemos, ni miramos vídeos, ni comemos azúcar, ni somos perezosos, ni hablamos demasiado, ni mentimos… ¿qué somos?
Perfectos. Y eso no existe. La felicidad es un mito. Mi idea de la felicidad es aceptarse. La estabilidad la da entender que no existe la felicidad perpetua. Son destellos. Y no se puede vivir en un destello.
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