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Cancale, el santuario de las ostras en la costa de Bretaña

Visitamos a quienes crían, afinan, venden y cocinan este deseado molusco en la pequeña localidad francesa

Una ostra 'creuse'.
Use Lahoz

“Hombre osado fue el primero que comió una ostra”, escribió Jonathan Swift en Polite Conversation (una conversación amable) para glosar el terror a lo insondable de quien nunca las ha probado. Debió de ser osado y también antiguo, porque las ostras son fuente de nutrientes para el ser humano desde el Mesolítico, aunque su prestigio como alimento haya pasado de lo común a lo selecto según la época y el lugar. De lo que no hay duda es de que siguen siendo saludables, son bajas en grasas y calorías, ricas en proteínas y fuente de minerales, vitaminas y omega 3.

La gastrónoma y escritora estadounidense M. F. K. Fisher empezaba su libro Consider the Oyster (¡Ostras! en la edición en español) señalando que la vida de este molusco es “aburrida pero palpitante”, y que si la nuestra nos resulta dura, la de la ostra es peor: “Vive sin moverse, sin emitir sonidos, permitiéndose la sola disipación de su propia forma fría y fea y, en caso de que supere la amenaza múltiple de patos, mejillones, sanguijuelas, intrusos o estrellas, será el hombre quien al fin la coma por voluntad de su humano apetito…, algo que lleva haciendo desde que era poco más que un mono”.

El ostricultor Jean- Luc Tonneau, en la bahía de Saint- Michel.

No es para menos y no le queda otra a un alimento milenario que pervive y conmueve a partes iguales. Era tan cotidiano en la antigua Grecia que en sus conchas, llamadas ostrakon, se inscribían los nombres de quienes se habían comportado de manera indebida y merecían el destierro, y de ahí viene el término ostracismo. Como contaron Juvenal o Plinio el Viejo, los romanos las adoraban de tal modo que llegaron a cultivarlas en viveros y el emperador Calígula organizaba el transporte de ostras frescas protegidas en ánforas o cestas con rudimentarios métodos de refrigeración desde Britania. En la Edad Media y en la Europa moderna fueron alimento barato y común entre las clases trabajadoras de las ciudades costeras. A partir del siglo XIX, su consumo se volvió exclusivo debido a la escasez que trajo la sobreexplotación, el aumento de la demanda en las ciudades y el desarrollo de la ostricultura, cuya mano de obra hizo el producto más costoso, todo ello acompañado de un cambio cultural en la percepción de un alimento que se empezó a “degustar”.

Para saciarse de ostras, un lugar ideal al que exiliarse es Cancale, en la Bretaña francesa, donde se pescaron durante siglos y hoy se cultivan manteniendo una reputación incontestable por su calidad y su tradición ostrícola. No ha habido ningún rey francés que no haya comido ostras de Cancale. En 1545, Francisco I concedió a este pueblo el título de “ciudad” simplemente por la calidad de las ostras que desde ahí recibía y devoraba. Enrique IV podía tragarse 20 docenas sin dormirse encantado con la sensación de libertad que le propiciaba entregarse a ellas y con el poder afrodisiaco que le despertaban. Y Luis XIV las consideraba un manjar y se las hacía traer hasta Versalles.

Una familia come ostras frente al mar en la terraza de la 'guinguette' (chiringuito) La Docena, en Port Picain.
Ravioli de ostra elaborado por Hervé Mousset en el restaurante de mariscos Côté Mer, en Cancale.

Nada nuevo bajo el sol de Cancale, en cuya bahía del Mont Saint-Michel, determinante por las mareas extremas (las más grandes de Europa, 14 kilómetros entre una y otra) que oxigenan el agua y dan a las ostras un particular sabor salino, deliciosamente yodado y con toques minerales, se siguen tratando con tanta delicadeza y devoción que se considera site remarquable du goût (lugar excepcional del gusto). En Cancale uno puede vivir como en el cuadro que Jean-François de Troy pintó en 1735 y tituló Desayuno de ostras, y que tan bien representa la joie de vivre de una nobleza fastuosa que se lo pasa en grande abriendo una ostra tras otra. Aquí uno entiende el misticismo que rodea a este molusco y que Giacomo Casanova empezase el día desayunando una docena como parte de su ritual afrodisiaco y las describiera en sus memorias como estimulantes del deseo y del intelecto. Y también que en la calle Montorgueil de París resista el restaurante Au Rocher de Cancale, inmaculado y fotogénico como el día que abrió sus puertas en 18o4, que recibió a Alexandre Dumas o Eugène Sue y que fue inmortalizado en La comédie humaine por Balzac, conocido en la sala por su nula moderación ante ellas.

Hemos venido a comprobar cómo se vive la ostra y de la ostra en uno de los primeros lugares donde se practicó la ostricultura en Francia. En la Ferme Marine nos recibe Pierre Pichot, hijo del fundador de uno de los criaderos de ostras más reputados. “Igual que el vino depende del terroir”, explica, “la calidad de las ostras depende de las corrientes marinas y del calendario lunar y de la manera de trabajarlas, por eso cada tipo de ostra se expresa como quiere”. Pierre es un hombre que sabe de lo que habla porque lo ha vivido desde la cuna. En una hora te hace una clase magistral sobre la transformación de la ostra desde que nace en el golfo de Morbihan, se compra siendo una cría, se desarrolla en este mar y llega a la mesa. Su padre puso en marcha en 1968 la explotación ostrícola Les Parcs Saint Kerber y en 1989 revalorizó el patrimonio abriendo un museo y una sala de degustación que hoy reciben 40.000 visitantes al año. Se los instruye sobre el oficio y el pasado matriarcal de Cancale, cuando en los siglos XVIII y XIX los hombres partían a la pesca del bacalao a Terranova y el esfuerzo de las mujeres sostuvo y apuntaló la tradición.

Laurence Querien, ostricultora en su puesto de venta directa del histórico mercado de ostras de Cancale.
Didier Guillemot trabaja en la Ferme Marine desde hace 21 años.

Asomados a la bahía, el paisaje nos revela la influencia de las mareas: la marea alta aporta la melodía que el temperamento de las olas quiera, mientras que la baja desvela los criaderos dispuestos en ordenadas hileras metálicas ancladas a la arena. Cultivar y producir este molusco da trabajo. “La ostra autóctona de Cancale es la plana, pero también hacemos la ostra fina y la creuse, cuya forma de la concha es más redondeada y hueca”, apunta Pierre. “Desde su nacimiento hasta que pasa el control de calidad, la ostra plana precisa cuatro años de espera, las demás un poco menos. Es el único alimento de la gastronomía francesa que comemos vivo y crudo, es esclavo del mar y dominador de su riqueza. El agua del río aporta oligoelementos para el plancton, su comida en el mar. Durante esos años comprobamos que se mantengan cerradas y desarrollen el peso y la forma adecuados… Mira, llegan las poches, están a punto”.

Las poches a las que alude son sacos de malla romboidal donde las ostras crecen protegidas y que ayudan al productor a controlar la densidad de población. Se ordenan en posición horizontal clavados sobre las citadas estructuras de cultivo. En ellos, gracias a la ventilación y la retención de humedad, las ostras pueden resistir la marea baja hasta seis horas. En cada uno meten 180 ostras. Un saco lleno puede llegar a pesar 30 kilos. Didier Guillemot lleva 21 años en la empresa y los levanta como hace un niño con un globo. Los sacude y los golpea ligeramente antes de abrirlos y de depositar el contenido en la clasificadora circular. La ostra es un animal hermafrodita sucesivo, puede cambiar de sexo durante su vida aunque generalmente primero es macho y luego hembra. Las vemos avanzar sobre la máquina que determinará su peso. Una vez clasificadas en cajas, cambian de sala. “La parte más importante es la de golpear cada ostra para comprobar que están bien cerradas o si el manto está roto, entonces habría que devolverla al mar. Si esto sale mal, el cliente no estará contento”, explica Didier. Con su oído absoluto, entre el murmullo de las máquinas, la joven ucrania Oksana golpea atenta al sonido una por una. En este criadero ostrícola trabajan 50 personas. El 80% del proceso de producción es manual. Entre los ostricultores no se llaman agricultores ni marineros, sino “jardineros del mar”. Una vez seleccionadas, las ostras se empaquetan por docenas presionadas por un buen fajo de algas. “Los científicos las observan como un termómetro de la calidad del mar. La concha es calcárea, carbonato de calcio, absorbe el CO2 que hay en el agua para crear su concha. Comer una ostra es un acto ecológico”, dice Pierre antes de ofrecer ostras planas, finas, creuses y una creuse premium llamada Tsarskaya, maravillosamente cóncava y cuyo manto adquiere tonalidades verdes. No se recomienda probarla a ningún ser insaciable porque su textura carnosa y su sabor puro y prolongado deja secuelas de yodo y mar en la mente. Tiene el hígado tan bien cebado y tan sabroso que su degustación conduce a dos únicas palabras que se complementan: excelencia, entusiasmo, excelencia, entusiasmo.

Cajas de ostras de la Ferme Marine dispuestas para la revisión final.
Oskana, trabajadora ucrania de la Ferme Marine, en pleno proceso de selección de ostras durante la clasificación por peso.

Estamos delante del mar, pero también vemos los campos en flor de la primavera. “El nombre es un homenaje al zar Pedro el Grande, que vino aquí en el siglo XVIII y, fascinado por las ostras, impulsó la ruta Cancale-Rostock-San Petersburgo”, cuenta Pierre Pichot. Exprimir un limón sobre la ostra es para él un sacrilegio: “¡No! El limón es ácido y mata el sabor, en el siglo XVIII era exótico y eliminaba posibles bacterias, pero ahora las condiciones de higiene han cambiado, lo ponemos porque la gente lo pide, pero para apreciar la calidad, los matices y la diferencia de sabor de las ostras es innecesario. Prueba”. Obedezco convencido como un niño que despierta un 6 de enero y le doy la razón maldiciendo el limón desperdiciado en el pasado. “Hay más riesgo de padecer hepatitis comiendo ensalada que ostras. Eso de comerlas en los meses con R es una tradición de la época de Luis XIV, cuando solo existía la ostra plana y el stock disminuía en verano, pero ya no tiene sentido: ahora se permite la reproducción, la calidad y el riesgo están controlados y es un producto que se come frío. En el inconsciente colectivo permanece ese temor porque se consume más en invierno, pero no tiene razón de ser, la ostra viaja en camiones frigorífico, no hay problemas de conservación”.

Orlane Gardais es la patrona de la bisquine La Cancalaise, barco tradicional de vela utilizado durante los siglos XIX y XX para la pesca de la ostra y que hoy es símbolo del patrimonio marítimo bretón. Embarcamos en Pointe du Grouin y Orlane, entrañablemente tímida, explica: “Entre 1850 y 1950 en la bahía faenaban 300 bisquines, hoy quedan dos. Con los barcos a motor y los parques de cultivo terminó la tradición. Salían con la marea alta, cuando bajaba pescaban, y al alba, con marea de nuevo alta, regresaban para desde el barco lanzar las ostras que durante la mañana siguiente las mujeres seleccionaban”. Tal cual las vemos en muchas postales antiguas que acreditan el pasado de Cancale y la labor de las mujeres en el triaje. “Me encantan las ostras de Cancale yodadas y saladas, con pimienta y acompañadas de Muscadet”, confiesa Orlane.

Para seguir su consejo vamos al mercado de ostras del puerto, que desde 1970 abre todos los días desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. Es el punto de encuentro más común y donde la ostra adquiere un aura popular irrebatible. Nos decantamos por el stand de la familia Querien, donde Laurence, quizás por la repentina lluvia que espanta a los turistas, parece no tener su mejor día. Cuando compramos dos docenas, sonríe y acepta salir en la foto: “Mi marido y yo llevamos 32 años como ostricultores, somos la tercera generación y nos acompaña la cuarta… Lo mejor de estas ostras es que son yodadas, carnosas y nada grasas, y llenas de agua de mar”. La mayor tradición en Cancale es adquirir ostras en los puestos de venta y comerlas frescas con vistas al mar y a los bancos de cultivo visibles durante la marea baja. Si en una hectárea caben 4.020 poches y Cancale cuenta con 350 hectáreas dedicadas al cultivo de ostras, quien no tenga otra cosa que hacer puede sacar cuentas mientras se relame. Un grupo de chicos vestidos (para la ocasión) con camisetas de rayas bretonas celebran un sábado más la hora de compartir las ostras del aperitivo con un trago de Muscadet. La docena de creuses está a cinco euros. Es un alimento convival, objeto de discusión, alegre. El simple acto de desposeer pacientemente la ostra de su concha es una creencia ciega de los sentidos, una metáfora contra el tedio, porque en esta simplicidad reside la esencia de lo permanente. Las ostras sacian más de lo que parece. A lo lejos, el perfil solemne del icónico Mont Saint-Michel aporta su parte del trato. Es costumbre lanzar las conchas a la orilla y luego reciclarlas para, por ejemplo, elaborar gafas como las que fabrica la start-up local Friendly Frenchy.

Postal antigua de Cancale que ilustra la vida del pueblo en el siglo XIX y que revela la importancia del trabajo femenino en el triaje.
Sebastien se adentra en la bahía aprovechando que la marea aún está baja para comprobar el stock de ostras del productor Tonneau.

El chef que mejor ha sacado partido de las ostras de Cancale es Hervé Mousset en su restaurante Côté Mer. Con 15 años se matriculó en la escuela de hostelería de Grandville. Allí conoció a la que hoy es su esposa y la jefa de sala, Aurore. Se formaron en restaurantes de Normandía, de Saint-Malo y en el reputadísimo Roellinger. No se han separado desde la adolescencia. No es una pareja bien avenida, es “la pareja”. Para Hervé, la Bretaña es un economato a cielo abierto. Que le fascinan Cancale y sus ostras a partes iguales se percibe en una carta entre la audacia y la tradición. Uno de sus platos estrella es el ravioli de ostra a la tinta de calamar con salsa de vieiras y agua de ostra. “Tengo mucho respeto por el producto, solo compro a productores”, asegura.

Uno de los más carismáticos es Jean-Luc Tonneau, que nos ha citado a las siete en punto de una mañana de viento gélido para internarnos en el mar sobre el remolque del tractor que conduce su amigo Sebastien. Hasta que Tonneau no nos presta un cortavientos de su talla no respiramos tranquilos. Nos adentramos cuatro kilómetros para comprobar el estado de su stock repartido en tres hectáreas. Recorremos el fondo del mar como si pisáramos un paisaje lunar que adquiere visos de desierto. Está amaneciendo y en la línea del horizonte vibra una luz que intenta ser cárdena. Por encima del runrún del motor, Jean-Luc grita: “¡Es bonito mi despacho, ¿verdad?!” Ya con los pies en el mullido suelo marino, nos apremia porque el nivel del agua empieza a subir y amenaza con borrarnos del mapa. Tonneau revisa en cada marea el estado de las ostras con las que mantiene su puesto de degustación en la carretera que lleva al Mont Saint-Michel. En 2024, con su creuse especial —insuperable ostra de autor— ganó la medalla de oro en el salón de agricultura de París. “Yo no quiero crecer. Soy un productor pequeño. Así puedo acompañar a la ostra desde que nace, ver cómo se redondea mientras el pescado crece al nivel de la concha”. Muestra el estanque con agua de mar y fitoplancton donde afina las otras. “Produzco 50 toneladas al año y como mis ostras cada día”. Pura lógica.

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Sobre la firma

Use Lahoz
Es autor de las novelas 'Los Baldrich', 'La estación perdida', 'Los buenos amigos' o 'Jauja' y del libro de viajes 'París'. Su obra narrativa ha obtenido varios premios. Es profesor en la Universidad Sciences Po de París. Como periodista fue Premio Pica d´Estat 2011. Colabora en El Ojo Crítico de RNE y en EL PAÍS. 'Verso suelto' es su última novela
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