Postales desde el filo
Escuchas un lamento repetido:”No puedo más”. La brecha entre ricos y pobres es cada vez más grande | Columna de Irene Vallejo

De niña te repitieron mil veces: “Cuando seas mayor lo entenderás”. Sin embargo, la edad adulta no ha aliviado tus perplejidades. Cómo es posible que tanta gente se esfuerce tanto, trabaje, resople, madrugue y haga malabarismos laborales, pero eso no baste. Bien lo sabes, durante años tu vida profesional fue puro naufragio: horas interminables desviviéndote solo para llegar al mínimo indispensable. Conociste la vergüenza, el disimulo y el temor a que otros te culpasen de tu intemperie. Cuando la enfermedad se abalanzó sobre tu familia, te salvaron tus personas queridas, la sanidad pública, el cobijo de la comunidad, incluso la suerte. Nunca has olvidado la angustia incesante de la necesidad: si vives al borde del precipicio, una mala racha de viento puede arrojarte al vacío.
La etimología de “precario” —que comparte raíz con “plegaria”— alude a las incertidumbres de quien debe pedir socorro o favores para mantenerse a flote. Alrededor de este desamparo, tan nítido en latín, florecen discursos que encumbran la resiliencia individual y argumentos risueños que presentan los problemas como oportunidades. Un seductor eufemismo ha convertido a los precarios, por arte de magia, en briosos emprendedores. Ahora que gran parte de la población chapotea en oportunidades irresolubles, nuestra mitología favorita evoca a un Steve Jobs melenudo creando con otros chavales una empresa multimillonaria en su garaje. Según admitió su socio Steve Wozniak, nunca hubo tal garaje, pertenece a una leyenda inventada para cautivarnos: un hágalo usted mismo de la riqueza, en cualquier lugar, con solo una pizca de iniciativa y determinación.
La serie Breaking Bad retrata el reverso feroz de ese mito. Walter White, profesor de Química en un instituto estadounidense, necesita pluriemplearse lavando coches para sacar adelante a su hijo con discapacidad y a su esposa embarazada. Cuando a él mismo le diagnostican un cáncer terminal, solo encuentra un modo de garantizar el bienestar económico de su familia: emprender otra vida fuera de la ley. En una vieja caravana, al más puro estilo start-up, construye un laboratorio ilegal donde fabricar metanfetamina, una de las drogas más peligrosas y adictivas. Esta fábula perversa derriba el imaginario del éxito esforzado allá donde faltan las redes de apoyo colectivo: en la tierra de la abundancia, si te arrasan los problemas de salud o la adversidad, solo el delito parece ofrecer oportunidades para salir con bien del mal.
La literatura antigua narra las peripecias de quienes subsistían al borde del desastre, pidiendo préstamos, sableando y entrampándose, acechados por la ruina. El dramaturgo Aristófanes escribió una comedia, Pluto, sobre un humilde campesino que, a pesar de su empeño, apenas logra malvivir, y se indigna “al ver medrar a gentes trapaceras que logran el dinero injustamente, mientras muchos que son buenos lo pasan mal y son pobres”. Ante el éxito de aquellos que logran fortunas con poco esfuerzo y mucha rapiña, no sabe qué educación dar a su hijo: si le enseña a actuar con justicia, sin timos, teme condenarlo a la pobreza crónica. Solo hay una explicación: el dios de la riqueza tiene mala vista y no distingue a las personas honradas. Empiezan entonces unas delirantes aventuras para curarle la ceguera.
Ya en el siglo VI antes de Cristo, Simónides denunció que a su alrededor muchos perseguían el triunfo, sin distinguir suerte y mérito. “Al hombre, si todo le anda bien, es bueno, y si mal, es malo. El mejor es aquel a quien la fortuna favorece”. El poeta griego creía que el fracaso no empequeñece al ser humano; valoraba a las personas por sus intenciones y su empeño, al margen de sus tropiezos: “No me gusta el reproche, elogio y aprecio a todo aquel que no hace por su gusto ningún daño”.
En los últimos tiempos, escuchas un lamento repetido: “No puedo más”. La brecha entre ricos y pobres es cada vez más grande. Y recuerdas en piel propia que no hay mayor odisea que vivir en el filo cuando cada día pende de un hilo. Hace falta aplaudir —y apoyar— a quienes corren el maratón de la supervivencia, no el del éxito. Allí nos jugamos un futuro sin dogmas ni estigmas, sin impotencia ni prepotencia.
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