Estemos tranquilos, los niños son unos supervivientes
Los efectos adversos del confinamiento preocupan a muchos padres. Pero como decía María Montessori, los menores tienen una capacidad de adaptación que ningún adulto posee

Durante estos días, ha surgido la duda de si el confinamiento produce efectos adversos en los niños. Reconozco de entrada que no soy experta en la materia; de hecho, no conozco a nadie que tenga un título de especialista. Seguramente se consideraría inmoral diseñar un experimento así en un grupo controlado de niños. En cualquier caso, creo que antes de aventurarse a responder a esa pregunta, es preciso tomar en consideración tres cuestiones.
Primero: los niños son supervivientes. Como nos decía María Montessori, los menores tienen una capacidad de adaptación que ningún adulto posee. Por supuesto, nadie está diciendo que el confinamiento les convenga. Pero los niños de tres, cinco u ocho años llevan años viviendo en circunstancias antinaturales. Madrugan demasiado, se tragan el desayuno en tres minutos y van a colegios con patios de cemento donde les cuidan sucesivamente unos 10 maestros. Algunos, a esto, le suman actividades extraescolares hasta muy tarde cada día. Y muchos apenas ven a sus padres, que llegan por la noche, agotados. Sin duda, si pueden con todo esto, deberían ser capaces también de aguantar este confinamiento que nos ha tocado vivir. Hasta, incluso, les podría ir bien en ciertos aspectos, si se lleva a cabo correctamente. Pero eso depende de una serie de factores, lo que nos lleva a la segunda cuestión: las circunstancias del confinamiento.
No es lo mismo vivir en una casa con jardín de dos plantas que en un piso de 50 metros. Y no es lo mismo vivir solo o con una persona deprimida o con problemas mentales que en una familia en la que hay equilibrio psicológico. Por ese motivo, la atención psicológica en grupos vulnerables es tan necesaria ahora mismo. No es igual que los padres se griten y se tiren los platos a la cabeza a que haya un ambiente de paciencia y de escucha generosa; no es lo mismo estar todo el día delante de la pantalla que leyendo libros y conversando; no es lo mismo que los padres compartan su ansiedad porque no tienen ingresos para llegar a final de mes, que lo lleven con alegría y buen humor a pesar de las dificultades. Tampoco es lo mismo que la televisión esté puesta de fondo permanentemente, con una sensación apocalíptica de fin de mundo que anuncia el número de muertos cada 10 minutos, que vivir en un ambiente silencioso de trabajo y de juego tranquilo. Y, finalmente, no es igual vivirlo en una cultura nórdica, acostumbrada al confinamiento en inviernos fríos, que en una cultura mediterránea que acostumbra salir a la calle cada día.
Para los niños, todos estos factores son más determinantes que el confinamiento en sí. En la medida en que están bien sus padres, ellos están bien. Nuestros hijos siempre buscan la clave de interpretación de la realidad mirando a los rostros de sus padres, con los que tienen un vínculo de apego. Educamos con y desde la mirada. Como decía Robert Fulghum, "no te preocupes porque tus hijos no te escuchan; te observan todo el día".
La tercera cuestión es que podemos aprovechar esa oportunidad para enseñarles las pequeñas cosas de una vida sencilla. A lo largo de los últimos dos años, se ha puesto de moda reclamar la creación de asignaturas nuevas en los colegios para aprender cosas que, a mi juicio, deberían aprenderse en casa. Los que estemos confinados con nuestros hijos durante mucho tiempo, si es que la situación laboral nos lo permite y siempre adaptándonos a su edad, podemos aprovechar para enseñarles a hacer cosas sencillas domésticas. Tareas como coser un botón; hacer gelatina, una bechamel o un sofrito; cortarse las uñas; limpiarse bien las manos; poner una sábana bajera o cuidar de una planta limpiando sus hojas con delicadeza, entre otras cosas. En definitiva, les podemos enseñar cómo disfrutar de la convivencia, del silencio y de una vida sencilla.
En conclusión, lo que estamos viviendo es un experimento a gran escala para el que no hay manual de instrucciones, salvo el buen humor, la amabilidad, el cariño y la generosidad. Es una oportunidad única para aprender a querernos más en el hogar. Es una ocasión para asombrarnos de lo que tenemos, para aprender a no dar nada por supuesto. Esperemos de todo corazón poder resistir entre todos esta gran prueba, y esperemos que las familias salgan de esa situación no rotas, sino fortalecidas.
*Puedes leer el blog de Catherine L’Ecuyer: www.catherinelecuyer.com
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