Cuando la guerra te toca
Miles de familias en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós


Estaba viviendo esta pandemia de manera virtual, siguiendo la evolución de los datos desde mi ordenador. Hasta que hace una semana me estalló en la cara y todo se volvió real: mi padre dio positivo. Se lo contagiaron en el hospital cuando estaba a punto de recibir el alta por otro achaque. Murió ayer. No pude despedirme de él.
Nací en 1980. Los de mi generación estamos curtidos en crisis, en reinvención profesional, en emigración. Hacemos equilibrios sobre una baldosa cada vez más pequeña. Pero, privilegiados europeos, de guerra no sabíamos nada. Y de duelos virtuales, menos. Miles de familias en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós.
En el frente no hay suficientes armas. Como el escuadrón que limpió Chernóbil, 34 años después muchos de nuestros sanitarios están yendo a trabajar sin protección. Hace unas semanas nos llegaban las imágenes de cadáveres apilados en China y de enfermeras con crisis de ansiedad por la falta de recursos; hoy son profesionales italianos con bolsas de basura en los pies y doctores franceses que ruegan que alguien les mande mascarillas decentes: las pocas que tienen son como coladores. Médicos españoles que dan por hecho que tanto ellos como sus compañeros están infectados, pero cómo no van a doblar un turno más.
Esta, no nos olvidemos, es también una carrera de fondo contra la deshumanización. Vamos a pasar meses viendo caos desde nuestras pantallas. Tendremos todas las emociones a la carta y podremos desconectar de ellas cuando queramos. Al mismo nivel, consejos contra el aburrimiento, bromas, declaraciones de amor y condolencias. Habrá que filtrar para que todo ese ruido no nos deje sordos y sigamos pudiendo discernir y priorizar.
No hay tragedia sin catarsis. Cuando todo esto acabe, llenaremos las plazas y correremos campo a través hasta que nos duelan las piernas. Les explicaremos a nuestros hijos que este paréntesis de irrealidad también trajo cosas buenas, porque los adultos estamos para eso, para buscarlas.
Celebraremos estar vivos y nos daremos lo que los muertos no han tenido: abrazos y piel. Te quiero, papá. Que voy a abrigarme y no voy a perder las gafas. Para esta guerra no estábamos preparados.
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