El mundo al revés


EL VIEJO CÓMICO y la vicepresidenta se encuentran en la calle, se saludan y él le hace un ruego:
—Poneos de acuerdo, por favor, seguid hablando.
El hombre, octogenario ya, continúa al pie del cañón. Se aprecian en el segundo plano de la foto los carteles anunciadores de la obra que representa en la actualidad: un monólogo de 85 minutos basado en una obra de Delibes. Hora y media, como el que dice, de un esfuerzo físico y mental que le exige una disciplina atroz. No se puede permitir el lujo de acatarrarse, de torcerse un tobillo, de padecer una dolencia digestiva, de coger la gripe. Antes de en Madrid, ya estuvo en Barcelona, con éxito, aunque las giras son agotadoras, se diría que están hechas para los jóvenes. Pero Sacristán, pese a la apariencia de desvalimiento de la imagen, se calza los zapatos cada día, se agacha para atarse los cordones como el que se amarra al mástil de la nave que le impide dejarse arrastrar por los cantos de sirena de la jubilación, y va y viene de su trabajo con la naturalidad de un tipo medio. O sea, que cotiza. Lo lleva haciendo desde la adolescencia, al principio como un proletario del torno; luego, como un obrero de las artes. Una vida, en fin, dura y maravillosa a la vez de niño de posguerra, con el padre en las cárceles franquistas y el hambre haciéndose sentir en el vacío existencial de los estómagos. Una vida repleta de contrastes que podrían haberle vuelto un poco loco. El rostro del viejo cómico sin embargo respira sensatez mientras que el de la vicepresidenta parece algo alterado. ¿Es el mundo al revés o me lo parece a mí?
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