Broca y Wernicke
Abolir la ortografía haría que cada cual escribiese cada palabra “como le suena” y nos entorpecería a todos la lectura

El cerebro usa dos rutas para leer: el área de Broca (lóbulo frontal) y el área de Wernicke (lóbulo temporal). La primera hace una conversión grafofonológica, mientras que la segunda reconoce la palabra atendiendo a su aspecto. Esta última ruta es más rápida y adquiere más importancia cuanto más experto es el lector. Por eso los lectores principiantes silabean, mientras que los avezados leen varias palabras de un golpe de vista. Es posible hacerlo porque gracias a la ortografía las palabras siempre se escriben igual. Es fácil darse cuenta si tratamos de leer un texto plagado de cambios ortográficos. Veremos cómo nuestra velocidad lectora cae enormemente.
Higual uz te no ze lo qree aun ke quisa hesté vreve i esa jerado hegemplo se ha balido.
Bloqueada la ruta de Wernicke, el cerebro no reconoce las palabras y debe identificar sus fonemas uno a uno, silabeando igual que hace un niño. Abolir la ortografía haría que cada cual escribiese cada palabra “como le suena” y nos entorpecería a todos la lectura. También a las personas supuestamente “discriminadas” por la ortografía, a las que dificultaría aún más el acceso a la cultura. Parece más sensato exigir una escuela pública de calidad para todos que suprimir la ortografía.
Dicho esto, estoy de acuerdo en discutir si las normas que hay son mejorables. Por ejemplo, si es preferible mantener la “h” de “hierro” o sería mejor escribir “ierro”, “yerro”, “yierro”, “llerro”, “llierro” o sus correspondientes con erre simple. Son 12 variantes. Podemos decidir cuál preferimos, pero, a partir de ese momento, todos deberemos escribirla igual. Y lo único que habremos hecho es sustituir una norma por otra, que igualmente habrá que aprender.
Vista la necesidad de unas normas y las variantes que la escritura fonológica puede producir, parece razonable mantener las que existen, que son, en gran parte, producto de la etimología. La “h” de “hierro” es el rastro genético que dejó la “f” de “ferrum”. Saberlo permite entender, por ejemplo, por qué decimos “cloruro férrico”. Es una realidad muy bella de las lenguas que no se debería despreciar con tanta ligereza.
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