Palabra de Google
Validamos el conocimiento que surca Internet. Y descansamos tranquilos, entregados a la indolencia de tener el mundo y el saber a una caricia táctil de pantalla.


Necesitamos creer. Da igual sea en dogma, padre, madre, mito o estrella de la canción. Pero, además, somos vagos. No se ofendan. Podemos currar hasta el desfallecimiento y pelear a diario como espartanos en las Termópilas, pero lo somos. Lo repito para que quede grabado porque nuestras nuevas biblias, Google, Facebook y tantos nombres en Red como se les ocurran, lo saben.
Conocen —porque les dejamos— dónde vamos de vacaciones, qué compramos, los amigos que tenemos, con quién hablamos y con quién preferimos hacerlo, si nos gusta el blanco o el negro, la playa o la montaña, el yin o el yang. No sigo porque ni siquiera quiero imaginar cuántos detalles más importantes que estos controlan y además admito mi analfabetismo tecnológico para impedirlo. Lanzados al marasmo de lo inevitable, aceptamos los daños colaterales a cambio de estar conectados. Sin contrapartidas.
Suponemos el poder de estar informados. Validamos el conocimiento que surca Internet. Y descansamos tranquilos, entregados a la indolencia de tener el mundo y el saber a una caricia táctil de pantalla. Pero tras ella están los algoritmos oscuros y los ilustrados en sus secretos, que igual crean tuiteros ficticios y diarios zombis para mejorar la imagen del expresidente madrileño Ignacio González que nos redirigen una y otra vez solo a las ideas que nos son afines.
Lo bueno es saberlo. Lo malo, dejar que otros maniobren y renunciar al descubrimiento por desgana. Lo peor es ser capaces de rebatir a los rebeldes afirmando sin sonrojo: ¡Perdona, pero lo dice Google!
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