Algora
'Los idiotas prefieren la montaña' es un libro necesario para los huérfanos del escritor


Uno de los textos más impresionantes que leí nunca lo escribió Francisco Nixon y empieza así: “Hace un par de días se cumplió el primer aniversario de la muerte de Sergio Algora, mi mejor amigo. Bueno, el mejor amigo de todo el mundo” y termina, un montón de palabras después, de esta manera: “Era un alma generosa y llena de poesía que, como siempre dice Ricardo, nos enseñó a vivir. Todos los días pienso en él”. El artículo, que publicó originalmente la revista Eñe, está en una colección de rarezas que Fran publicó con Chelsea Ediciones y que se titula Aprendiz de Kung-Fu. Forma parte de un género propio, la literatura que se ha ido creando alrededor de un genio delicado, joven y muerto, que se llamaba Sergio Algora. Que hacía canciones en El Niño Gusano, en La Costa Brava, y que escribía párrafos luminosos, imágenes que defendía no como surrealistas sino como parte de una exactitud, la geometría de un mundo en el que la precisión era tan importante como la belleza.
Ahora Aloma Rodríguez publica Los idiotas prefieren la montaña (Xordica, 2016), un itinerario por la vida pública y privada de Algora; la crónica de su amistad, lo que ha dado en llamar la prolongación de un diálogo natural que se produce siempre entre dos amigos. Pocas veces se definió mejor la muerte de alguien cercano como Bioy Casares, cuando pasea por Buenos Aires tras recibir la noticia de la muerte de Borges sintiendo que da los primeros pasos en el mundo sin su amigo, y notando por primera vez la nostalgia definitiva, la que sucede al primer impulso de pensar: “Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez”.
Qué necesario es el libro de Aloma Rodríguez, no sólo para los huérfanos de Algora sino para los huérfanos de amigos que se fueron de repente, que se apagaron por la enfermedad, que se destruyeron con las drogas, que se mataron en un coche, que desaparecieron de un día para otro dejando en la vida un agujero de mortero. O que simplemente se durmieron, como Algora, y se los llevó un infarto. “La gente acudía a Sergio como quien se arrima a una hoguera una noche de invierno en medio del páramo”, escribió Fran. “Entraba en una habitación y los colores cambiaban”, dice Aloma. “Cuando está Federico”, decía Jorge Guillén, “no hace ni frío ni calor: hace Federico”.
No hay homenaje ni tristeza ni duelo en Los idiotas prefieren la montaña. Hay un diálogo que deja atrás la amputación de Algora, esa parte que dejó de crecer el 9 de julio de 2008, y eleva el recuerdo hasta traerlo de nuevo, hacerlo regresar y disfrutarlo.
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