Confesiones de un 'dueñastro' de perros


A veces tengo perros sin tener ni idea de cómo se tiene un perro. Esto último no lo sabe el resto del mundo, que me ve pasear a Tango y a Boira por Malasaña con la sonrisa con la que Morgan Freeman hacía lo propio con MIss Daisy y debe tomarme por la máxima autoridad mundial en estos dos tusos. Pero lo sé yo. Y lo que es peor, me temo que lo saben ellos. Deben pensar que soy un lunático al que de vez de en cuando le da por perseguirles sin motivo aparente, gritando su nombre como Mel Gibson clamaba por la libertad en Braveheart, con la correa en una mano y 300 bolsitas de plástico en la otra. La triste realidad está en algún lugar entre esas dos imágenes. Soy un estereotipo, una caricatura, una estampa repetida de vez en cuando por parques de todo el mundo. Soy un dueñastro.
Somos gente sufrida, los dueñastros. Salvamos la vida a los dueños reales cuando les surge algo -la dueña real, en el caso que nos ocupa, tiene que cumplir periódicamente con los suegros durante puentes enteros y estos ya se posicionaron astutamente como alérgicos a los animales- y heredamos a sus mascotas por unos días. Se puede dar el peor de los casos -este- y que no tengamos experiencia perruna, pero eso no merma esa invariable e ilusa reacción que nos caracteriza: queremos ser los mejores dueños que un can pueda tener. El problema es que no tenemos ni idea de cómo lograrlo.
El desengaño no sería tan doloroso si el principio no fuera una ficción. Me las veo muy feliz paseando a Tango y a Boira por primera vez, subyugado por la novedad y quimérico perdido, regalándoles épicas caminatas por soleados parques de verde fosforito y tirándoles la pelota hasta que se me caiga el brazo y ya veremos entoncessi no sigo con la boca. Ellos o lo notan o es que quieren causar buena impresión. Tango, mezcla de labrador y pastor belga, es el perro más obediente del mundo, el más noble y el más protector. Y Boira, bretona, es díscola y juguetona. Se firma ahí mismo un pacto de miradas según el cual todo en adelante va a ser maravilloso. El resto del mundo son unos pringaos que no tienen perros como estos y se va a enterar César Millán de lo que es un amigo de los animales.

Tan dócil es el arranque que caí en el principal vicio del dueñastro: renegar de mi condición de eventual y, para no andar explicándole la situación a todos los dueños reales (esa feroz competencia desleal) que se te acercan a hablarte en el parque, hacerme pasar por el amo y señor indefinido de los perros. Craso error, porque ese planteamiento exige cubrir las inevitables lagunas de mentiras del tamaño de un informe judicial. Pero ahí estaba yo, ignorante y dichoso, observando a Tango y a Boira con mirada de cowboy y hablándole a una pobre señora mayor que iba por su octavo perro como si nos hubiéramos encontrado ya en varios congresos internacionales de zootecnia. "El macho tiene cuatro años y es una mezcla de varias razas; la hembra tiene dos y es un poco cabezota para ser bretona, pero es que me encantan los perros", le aseveraba con autoridad académica. En realidad Tango solo auna dos razas y es siete meses mayor que Boira; los bretones son, como casi todos los perros de caza, bastante difíciles en general y mi único referente en psicología canina es Tintín, que dejaba que Milouse emborrachara cada dos o tres aventuras. Pero daba igual. Me sentía uno con ellos así que ellos debían estar de mi lado.
Pero no. Mientras mi charada se desmontaba estrepitosamente ante la mirada atónita de mi interlocutora -y yo, como buen mal mentiroso, subía tanto el listón de los bulos que por poco testifico ante notario que a esos perros los había parido yo-, se desató el caos a mis espaldas. Tango rompió ladrarle a un apurado cachorro, le alcanzó y se abalanzó sobre él cual Medea para descuartizarlo. Boira empezó a correr en círculos, victoriosa, con lo que desde la distancia se identificaba claramente como un excremento sólido en la boca.
Fue así, persiguiendo Tango y gritando el nombre de Boira a lo sargento en la batalla de Waterloo, como aprendí amargamente una importante lección: una cosa es cuidar a un perro y otra es cuidar al perro se tiene delante, con su personalidad propia. Tango, por lo visto, tiene el afán protector de MIchael Corleone. También su gusto por la violencia. Cuando se le cruza un macho que le intimidapor motivos que escapan hasta su comprensión, se lanza sobre él con los dientes por delante para enseñarle quién manda aquí. No hace daño, pero nadie lo diría durante esos horribles segundos.

Boira padece la personalidad de un cachorro cocainómano. Eso y una capacidad inexplicable de desaparecer entre unos arbustos a tu izquierda y reaparecer por tu derecha, con la inmutable sonrisa celebratoria que le da el hocico espigado, como si viniera de protagonizar un libro de Michael Ende. Cuanto no practica esta costumbre, ejerce su hobby favorito: devorar cacas. He oído que otros perros comen excrementos pero juro que a ninguno le proporciona un placer tan exquisito como a Boira. El castigo es solo un precio a pagar y lo asqueroso del asunto es un asunto marginal. Esto es entre la caca y ella. Creo que de pequeña presenció cómo una mierda gigante devoraba a sus padres y desde entonces ha consagrado su vida a vengar esa afrenta.
La cosa pasó, pues, de grave a imposible. Tenía que responder ante el mundo por unos perros que no me respondían a mi. Boira calculó que su nombre era solo una palabra que me gustaba gritar con entrega para quien quisiera oírme; que siéntate era una obligación opinable y quieta, una provocación; y aprovechó para colarse en un jardín público para sembrar el caos. Tango me vio tan atribulado corriendo de caca en caca que me protegió de todos los perros del parque y, como su afán por la dominación mundial no conocía límites, se encaró de paso con los caballos de la policía montada y un niño chino que algún día pagará a un psicológo para curarse su miedo irracional a los perros. La medida más razonable era rendirse. Esto no eran dos contra uno, eran los macarraskryptonianosdeSuperman II contra Christopher Reeve en su estado actual. Estaba claro que querían una emancipación total de mi yugo zarista. Agotado, humillado y vencido, me senté en el césped ante los dueños con los que había dado el pisto de susurrador de perros, y busqué con ojitos vidriosos a mi amiga del alma la señora mayor. Había sido derrotado por superioridad numérica, energética y categórica.
Entonces los perros me dieron una lección. Para rendirme tuve que dejar también los aires de poseso. Y en cuanto lo hice, dejaron lo que estaban haciendo, y vinieron a lamerme si no el orgullo, al menos las manos, con la mirada lastimera del caballo de Caballo de batalla. Ése era su mensaje:sabían cuánto quería cuidarlos. No hablamos el mismo idioma, porque a eso se llega tras muchos meses de tener la casa llena de pelos, pero entendían que ahí había amor. Y si dejaba de ponerlos nerviosos estudiando cada gesto que hacían, si conseguía no confundirlos llamándoles al orden con uniforme tensión cada vez que no actuaban exactamente como quería, todo iba a ir bien. Descubrí entonces que si les llamaba, venían. A lo mejor no al segundo y a lo mejor no en línea recta, pero venían. Que yo no era su dueño y mi autoridad era relativa, pero estaban de mi lado.
Solo quedaba asumir que a los perros de otro es mejor no educarlos. Eso es trabajo, si quiere o puede, del dueño. El dueñastro, mientras, puede permitirse un lujo propio: evitar los problemas de raíz en lugar de intentar solucionarlos. Solo él puede disfrutar a fondo del perro noble y la perra juguetona, sin más atadura que una estancia prolongada. Ése es el placer del dueñastro.
Distrayendo a Tango de todo macho que circulara por el camino que menos cacas tuviera para tentar a Boira, pusimos rumbo a casa.
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