Mona Lisa

Ahora que La dama del armiño pasa el verano en el Palacio Real de Madrid, la mayor extravagancia era ir a ver la copia de La Gioconda que hasta hace unos días colgaba en el Museo del Prado. No es un secreto ni es un secreto a voces, pero ahí estaba, al lado de la luminosa Anunciación de Fra Angelico y del desolador Cristo muerto de Antonello da Messina. Dura competencia para una tabla salida de la mano de un artista anónimo del siglo XVI que la habría ejecutado a partir del modelo que Leonardo empezó a pintar en 1503.
El museo madrileño no siempre la expone, pero su vuelta al almacén tiene algo de retirada, porque pronto hará un siglo del hecho que contribuyó como pocos a que el retrato de Lisa Gherardini se convirtiera en el cuadro más famoso del mundo. El 21 de agosto de 1911, un pintor italiano que había trabajado en el Louvre llamado Vincezo Peruggia sacó la Mona Lisa del marco y se la llevó escondida bajo la chaqueta. Era lunes, día de cierre de las salas, y el robo cobró la magnitud de un secuestro. Durante la semana de pesquisas en que la pinacoteca permaneció cerrada, el acontecimiento corrió como la pólvora por una ciudad que todavía era la capital cultural del planeta y que hacía poco había estrenado una maquinaria informativa inédita hasta entonces: casi 40 periódicos que vendían en total un millón de ejemplares diarios. Muchos usaron por primera vez el color para imprimir una réplica de La Gioconda. Cuando el Louvre reabrió sus puertas, cientos de personas que nunca habían puesto los pies allí hicieron cola para ver el hueco dejado por el cuadro. La ceremonia se prolongó durante días y en ellas llegó a participar Franz Kafka, de viaje en París.
Tras acusar del robo a Apollinaire, que pasó fugazmente por la cárcel, la policía se resignó a no recuperar la pintura. Sin embargo, dos años más tarde, Peruggia, que la tenía en su casa, se la llevó en tren a Florencia para ofrecerla a un anticuario. Terminó en los carabineros. La Mona Lisa volvió a París, apoteósica, después de ser expuesta ante las multitudes en Roma y en Milán. Empezaba a germinar la semilla de la fama. Los ataques de los vanguardistas y los iconoclastas y, sobre todo, sus viajes triunfales a Estados Unidos (1963) y Japón (1974) harían el resto. Hoy parece imposible que tales salidas se repitan. Nos queda, intermitente, La Gioconda del Prado.
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