Obama y el fantasma chino

"¿Esto qué es, comer o cenar?", le oí decir a un niño chico en un restaurante en Madrid. Nos dio la risa porque, comiendo como estábamos en un tabernazo, alumbrados por una despiadada luz cenital y alargando la sobremesa como solo en España sabe hacerse, yo estaba a punto de preguntar lo mismo: "¿Esto qué es, comer o cenar?". No sé si los niños españoles están mejor o peor educados que los americanos, pero de lo que no cabe la menor duda es de que, al menos en la mesa, aguantan como jabatos comidas eternas y tienen alguna noción de para qué sirven los cubiertos. Los niños americanos no se familiarizan con el cuchillo y el tenedor hasta muy tarde y estar sentados en un restaurante se les hace tan cuesta arriba que sus padres suelen proveerles de papel y ceras para que el juego les alivie el momento. No es raro ver a una criatura pintando con una mano y, con la otra, agarrar una patata a tientas, mojarla en ketchup, llevársela a la boca sin atinar demasiado y acabar limpiándose los dedos en el pelo. Prioridades culturales. La mesa no será en su futuro tan importante como lo es para nosotros. Pero aunque esa costumbre de engullir más que de degustar esté muy arraigada en la sociedad americana, hay una corriente de autocrítica en cuanto a la educación se refiere que les distingue y les honra. Los artículos relacionados con la enseñanza obtienen un número altísimo de comentarios (casi tantos como la dimisión de Alex de la Iglesia, que dada la respuesta parece importar más que la edad de jubilación). Los demócratas deben de ser conscientes de esa preocupación social porque en el discurso sobre el estado de la nación Barack Obama empleó una parte considerable de su tiempo en hablar del trabajo conjunto que han de realizar padres y educadores para elevar un nivel que está dejando de ser competitivo al lado de otras potencias como China. El fantasma chino sobrevoló varias veces las palabras del presidente, sin citarlo para no ofender. En lo que se refiere al nivel de los estudiantes, la referencia tácita a China tenía su gracia porque una de las noticias más comentadas en los últimos días en la prensa ha sido la aparición de un libro, El himno de batalla de una madre tigre, escrito por Amy Chua, una china graduada en Harvard y profesora de leyes en Yale. Cinco mil comentarios hubo en The Washington Post a esta historia basada en la propia experiencia de la autora como madre de dos niñas, que empieza así: "La gente se pregunta por qué los padres chinos crían a niños tan sobresalientes, prodigiosos en matemáticas o en música. Quisieran saber qué es lo que sucede dentro de la familia y si ellos también lo podrían hacer. Bien, yo puedo contarlo porque yo lo he hecho". Dicho esto, esta madre insensata comienza a explicar su modelo educativo, basado en exigencias y castigos: nunca dejar que los niños pasen la noche en casa de otros niños; no admitir nada por debajo de una A en las notas (un sobresaliente); no permitir que el estudiante vaya al baño si no ha terminado su tarea; castigarle sin comer; quemar sus ositos o la casita de muñecas o, en su defecto, donarlos a los pobres si se porta mal. Desde luego, hay que ser valiente para, en el país en el que los niños son sagrados, contar cosas como que tiraba las postales de felicitación de sus hijas si estas no estaban suficientemente trabajadas. La respuesta a esta crítica a la educación occidental no se ha hecho esperar. Unos la llaman racista y otros creen explicarse el indiscutible éxito académico de los asiáticos. Los primeros que han levantado la voz contra ella han sido padres y madres chinos, residentes en Estados Unidos, que consideran que el libro perpetúa el estereotipo de la frialdad oriental. Es cierto, dicen, que una madre china siempre será más exigente y que se dedicará de lleno a contribuir al éxito escolar de su hijo; es posible, dicen, que más que con besos le premie con un manjar cocinado durante horas; porque el cariño existe y se demuestra, y no es cierto, como afirma Chua, que esté permitido el insulto como norma. La escritora afirma haber recibido amenazas de muerte y miles de e-mails recriminándola. Ella se defiende diciendo que el libro contiene mucho humor, autocrítica y un final que el lector desea ansiosamente: la hija pequeña se rebela y cambia el violín por una raqueta de tenis, no sin antes decirle, "te odio". Una declaración de desamor, por cierto, que aparece con frecuencia en ese popular género de niños incomprendidos que abunda en el cine americano y que a menudo degenera en otro género, el de niños asesinos, metáfora del terror que sienten los padres ante la sola idea de educar a un hijo. Un hijo, tan querido como ajeno, que irrumpió un día en casa y colonizó sus vidas, al que no saben contrariar sin sentirse culpables, al que tienen que premiar con juguetitos para que se esté quieto durante la comida, al que dejan comer sin cubiertos, al que no dan más que patatas para que no berree y cuya educación académica y social se ha convertido en uno de los asuntos que preocupan al presidente, que ve que el imperio se le escapa entre los dedos. Y entre que una madre sea un ogro o que el ogro sea el niño habrá alguna forma de encontrar un revolucionario término medio.
El modelo educativo de la autora de 'El himno de batalla de una madre tigre' se centra en exigencias y castigos
Entre que una madre sea un ogro o que el ogro sea el niño habrá que encontrar un término medio
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