Una costumbre

En la sierra de Cádiz, hace un siglo, cada noche brotaban de las cuestas hombres tumbados. Sólo podían hablar con sus novias por las rendijas de las puertas de sus casas, ellas a su vez tiradas en el suelo, al otro lado. Tenían que seducir con la voz, porque salían a la calle tapadas por un manto que apenas descubría sus ojos. Y no eran musulmanas. Eran tan católicas como otras españolas e italianas sujetas a humillaciones parecidas, tan cristianas como las griegas y balcánicas que tampoco osaban pasear con la cabeza descubierta.
Un juez ha expulsado a una abogada que se presentó en un juzgado con un hiyab. La noticia ha traído a mi memoria algunas viejas fotografías. Hace un siglo, en España, ¿hablar por la rendija de la puerta era un símbolo religioso? Parece absurdo, pero lo era en la misma medida en la que puede serlo que una musulmana lleve hoy la cabeza cubierta. Porque indicaba pertenencia a una comunidad férreamente influida y cohesionada por una iglesia, sumisión ante sus normas, renuncia al control del propio destino. ¿Era un dogma? No. ¿Alguien ha leído alguna vez en la Biblia que las mujeres con el pelo suelto no vayan al cielo? María Magdalena le secó los pies a Cristo con su melena, y es santa.
Durante siglos, en las riberas del Mediterráneo, las mujeres han formado parte del patrimonio material de sus padres antes de integrar el de sus maridos. La religión tenía tan poco que ver en esto que, en nombre de sus dioses, el norte y el sur libraron guerras sin cuento mientras las mujeres seguían igual de tapadas en las dos orillas. Los españoles no deberíamos aceptar que se vincule el velo islámico con la libertad religiosa, porque el sometimiento de nuestras abuelas nunca fue un dogma. Pero sí el emblema de una costumbre odiosa que ha engendrado un monstruo del que ningún dios querría hacerse responsable.
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