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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡Escarabajos!

La otra noche, durante la cena, una mujer elegante y chic se jactó de poseer el último grito en joyería: una joya insecto. Se trataba, me dijo, de un escarabajo vivo, prendido a una cadenita o un hilo de oro que lleva colgado al cuello en ocasiones señaladas. En esas ocasiones el animalito permanece quieto la mayor parte del tiempo, pero a veces se mueve un poco, sale de exploración por el pavimento de algodón, de seda o de piel humana, y sus inesperados movimientos causan gran efecto entre los invitados. No quise saber más sobre el asunto, aunque inferí que se trataría de un carábido, uno de esos escarabajos más grandes que una nuez, vistosos, de colores metálicos, verde, rojo, anaranjado o azul, según el ángulo de incidencia de la luz en las estrías de la cutícula de su duro caparazón.

No quise saber sobre ese asunto porque se me ocurrió que la señora, que estaba a mi lado, era cadáver, pues un escarabajo -aunque no vivo, sino de barro o metal- lucen sobre el pecho las momias del antiguo Egipto. Con él a modo de amuleto se aseguraban los muertos de que su propio corazón, que tenía voz en el juicio final, no declarase contra ellos; estos escarabajos llevaban grabado en el vientre un ensalmo extraído del Libro de los muertos.

¿De verdad se producen joyas perversas, con insectos vivos? ¿O acaso la elegante momia de la cena me hizo víctima de una leyenda urbana? Ella, la verdad, parecía hablar muy en serio e incluso suspendía su ingesta de artrópodos crustáceos para hablar, y si fingí desinterés, la verdad es que disto mucho de sentirlo. Los escarabajos son muy interesantes no sólo como metáfora de la condición humana, sino también por sí mismos. En cuanto a metáfora, los usa Víctor Pelevin en esa fábula tan inteligente, esa rareza sostenida y delirio coherente que es La vida de los insectos, en cuyas páginas las moscas y mosquitos y chinches y abejas y hormigas repiten los comportamientos de los seres humanos, y viceversa. En uno de los episodios pasa el escarabajo pelotero empujando laboriosamente su bola de estiércol, en compañía de su hijo, al que con mucha gravedad le va dando consejos. Y mientras caminan cada uno con sus seis patitas, empujando la bola de estiércol, el crío escarabajo le pregunta al escarabajo senior por qué están obligados a empujarla, y el padre, en tono fatalista, le responde que ya lo entenderá cuando sea mayor... Al final de la página, fallece, y la cría, resignada, sigue empujando, empujando, empujando...

Ignora esa cría del relato de Pelevin que ella misma nació en una bola de estiércol semejante, preservada de la intemperie en alguna cavidad, donde su madre incubó su huevo y los de sus numerosos hermanos. El ruso Pelevin, y antes Franz Kafka, recurren al escarabajo como emblema de la desdicha y de la insignificancia humana, ignorando a los egipcios de la antigüedad e ignorando a Thomas H. Huxley, llamado el bulldog de Darwin por su vehemencia al defender la teoría de la evolución, citado por Ramon Margalef en su Conversa amb Francesc Español, cuando dijo que lo único que podemos saber del Creador, suponiendo que exista, es que siente una debilidad evidente por los coleópteros.

En efecto, la mayoría de los animales son insectos, y la mayoría de los insectos, escarabajos: gracias al caparazón que les preserva de la deshidratación y a sus patas articuladas, sobreviven en las más inhóspitas regiones. Cuando no estemos aquí ellos señorearán la Tierra: los negros "tenebrosos", de caparazón rugoso, como guerreros medievales, los fósiles vivientes que habitan en las profundidades de las cuevas, que son ciegos y parecen gotas de ámbar. Durante la I Guerra Mundial, el cabo Ernst Junger, que los coleccionaba, encontró un ejemplar curioso en el cráter abierto por un obús ante su trinchera. Lo echó al macuto y siguió disparando su máuser. Seguro que la afición a lo que él llamaba "caza sutil" se la contagió su padre, que era farmacéutico, entonces sinónimo de biólogo. El Francesc Español del artículo citado también estudió farmacia, y luego durante muchos años trabajó y dirigió el Museo Zoológico de Barcelona; quien lo haya visitado recordará la sala de la planta baja, donde se celebran algunas exposiciones bajo el esqueleto de una ballena que cuelga del techo, y las vitrinas del primer piso, con una representación de curiosidades del reino animal, a imagen de los museos naturalistas del siglo XIX: felinos, aves, insectos, moluscos, unos disecados, otros en frascos de alcohol, y otros, en fin, en reproducciones a tamaño real. Pero el tesoro del museo zoológico, y el motivo por el que ganó reputación en los años difíciles y por lo que hoy siguen visitándolo los entomólogos extranjeros, no está expuesto al público, se preserva en las cajas de cristal de los armarios: un millón de lotes y miles de ejemplares tipo (los que sirven de referencia) de escarabajos, que Español descubría, a los que dedicó su vida y en los que fue una eminencia internacional.

Los sábados celebraba en el mismo museo una tertulia de entomólogos aficionados y profesionales. Su carácter abierto, generoso, entusiasta y su disposición pedagógica, son legendarias. Creó escuela en esta rara especialidad. Ahora sus alumnos más aventajados prosiguen allí mismo, los muy dichosos, su tarea sutil.

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