El escriba del horror
En un momento relativamente tranquilo en la situación política de América Latina -si tenemos en cuenta el cerrojo de dictaduras criminales que se extendía por el subcontinente hace unos 25 años- varios escritores -y algunos de las generaciones más jóvenes- están haciendo del horror y la violencia el asunto central de sus obras narrativas. Lo vemos, por ejemplo, en el guatemalteco Dante Liano, en el hondureño Rey Rosa, en la impactante Dos veces junio, del argentino Martín Kohan (publicada por Sudamericana de Buenos Aires y lamentablemente inédita en España), en la que aparece la despiadada sordidez de la dictadura de Videla bajo el manto festivo del Mundial de Fútbol de 1978. Con Insensatez, lanzada originalmente por la filial mexicana de Tusquets en 2004, Horacio Castellanos Moya incide en horripilante catálogo de atrocidades cometidas en El Salvador durante la larga dictadura militar. Pero -como también es característico en los autores mencionados- lo aborda a través de un desdoblamiento, de un hiato entre los hechos y su relación, que le permite abrir una escena donde el espanto se refleja en una mueca patética, dolorosa pero algo cómica, estremecedora y al mismo tiempo grotesca.
INSENSATEZ
Horacio Castellanos Moya
Tusquets. Barcelona, 2005
155 páginas. 13 euros
El narrador es un hombre al que
un amigo contrata para corregir y preparar la edición de un informe de más de mil páginas que, bajo el patrocinio de la Iglesia, denuncia las despiadadas matanzas de indígenas, torturas de estudiantes y otras atrocidades por el estilo cometidas por los esbirros del régimen. El país y el momento no están del todo determinados -aunque en un momento diga que se ha visto obligado a "emigrar a este país, vecino del mío"-, como dando a entender que, aunque los casos que ese informe contiene deben ser rigurosamente ciertos, otros equivalentes podrían hacerse en Guatemala, Nicaragua, Uruguay, Argentina, Chile... El narrador es un neurótico sobresaltado que apenas puede asumir el enfrentamiento cara a cara con la vileza más profunda a que ese trabajo lo obliga. Lo que no le impide emprender aventuras eróticas con sus compañeras de alojamiento, en la sede del arzobispado. El desliz de una noche lo lleva a un complejo delirio paranoide que, finalmente, resulta esconder una amenaza muy real.
Castellanos Moya juega con la veladura de unos hechos cuya crueldad resultaría, de otro modo, inenarrable, imposible de tratar como argumento literario más allá del testimonio o del panfleto. El escriba -un personaje con larga prosapia literaria- no es aquí un justiciero ni una víctima, en cierto modo "preferiría no hacerlo", como el famoso personaje de Mellville; pero, además de necesitar el dinero, hay algo sordo, un magnetismo demencial que amalgama todas las polaridades del asco y que lo atrapa en esa labor. Por eso lleva una libreta en la que va anotando frases sueltas de esos testimonios de la masacre, sobre todo de los indios que, en su castellano arcaico y desmembrado, retratan imágenes que ninguna voluntad de olvido puede sepultar. Castellanos Moya juega con la confrontación entre los dos planos -la barbarie de la historia y la mueca del destino individual del escritor que, fatalmente, se verá arrastrado por ella- para darle a su novela una ligereza, una legibilidad nueva. Sin por ello ocultar la imposibilidad del olvido, la dimensión insoslayable de la culpa. Con la melancolía que el final patético y cómico del libro parece dejar sobre la mesa: el circuito fatal de la violencia y su denuncia, el carnaval de los asesinos a cuyo festín todos estamos forzosamente invitados.

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