Vejete
"Adiós, vejete. Por fin se terminó". De esta manera, lacónica y contundente, casi con un suspiro de alivio, despidió un periódico de México el año 2004. Los diarios latinoamericanos dan bastante relevancia tipográfica a la renovación del calendario, un canónico espécimen de antinoticia en tanto que acontecimiento pautado e inexorable. Los más populistas incluso abusan en caracteres destacados de la superstición de sus lectores al ofrecerles el horóscopo del año que ya empieza. En Brasil, por ejemplo, celebran en primera página el asunto, como también lo hacen, en Europa, los rotativos polacos, que llenan de bengalas y luces navideñas los ejemplares del 31 de diciembre. Cada país, por tanto, mantiene sus rituales, también en tinta impresa. Se fue, pues, el "vejete" y lo hizo en medio de una conmoción general que justifica el tono de los titulares de prensa mejicanos. Una conmoción mundial de aquellas que convierten en un juego teórico, casi diletante, el debate profesional sobre el periodismo de raccord, o de continuidad, frente al de investigación; o sobre la preferencia que hay que dar o no a la noticia previsible ante la información oculta y reservada. La irrupción del desastre global arrasa los criterios de novedad, relevancia y proximidad con que los periodistas cocinamos las noticias. La catástrofe impone con brutalidad su propia agenda y pone a prueba, no sólo a los medios de comunicación, sino la capacidad de reacción de la humanidad organizada. Da igual que vivamos a miles de kilómetros de distancia. Nos volcamos en Indonesia, en la India, en las islas de Sumatra o Sri Lanka, cuando la devastación del maremoto se ha cobrado más de 150.000 vidas en sus costas. Y en poco o en nada se diferencian los titulares y las fotografías en los periódicos de Yakarta, de Hong Kong, de Kuala Lumpur, de Londres, de Washington o de Estocolmo. El reto para la sociedad del riesgo, con su tecnología poderosa y sus instituciones avanzadas, adquiere dimensiones gigantescas a una escala de dioses, pero el futuro ya no depende de la providencia porque está al alcance de la movilización humana tras el estremecimiento del planeta.
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