Fiasco árabe
El fracaso de la cumbre árabe cancelada in extremis por Túnez vuelve a poner de relieve las divisiones e ineficacia de la Liga Árabe, una organización que en sus casi sesenta años de existencia ha servido poco más que para emitir solemnes declaraciones inmediatamente archivadas. Algo poco sorprendente, dado que sus miembros carecen de cualquier interés por dotarse de transparencia y representatividad.
La cumbre de Túnez, que se supone albergará Egipto en un futuro más o menos próximo, estaba llamada a ser una prueba para la credibilidad de los convocados. No sólo tenía como telón de fondo la explosiva situación iraquí y la escalada de la lucha palestino- israelí, llevada a su epítome por el asesinato del jeque Yassin, sino que afrontaba también la presión de Estados Unidos para que los Gobiernos árabes se comprometieran a una democratización que en realidad ninguno desea. La enrarecida cita había sido precedida por el mal agüero de la no comparecencia saudí.
El proyecto para democratizar y reformar económicamente una de las regiones más convulsas del mundo -la Gran Iniciativa para Oriente Próximo que EE UU quiere presentar al G-8 en junio- era el punto crucial de la agenda árabe. Para contrarrestar el tan grandioso como generalista plan de Washington, los ministros de Exteriores presentes en la capital tunecina ya habían perfilado un borrador etéreo, en forma de declaración de principios, susceptible de ser aceptado por los Gobiernos más autocráticos de la Liga. El otro asunto relevante que debía ocupar a los 22 dirigentes era enviar un inequívoco mensaje de respaldo a la Autoridad Palestina y renovar a Israel una propuesta presumiblemente en la línea de la aprobada en Beirut hace dos años: reconocimiento pleno y fronteras abiertas a cambio de retirada de los territorios ocupados.
Lo de menos es achacar el fiasco diplomático al boicoteo saudí, la intransigencia siria o el miedo tunecino a escenificarlo. Lo relevante es que el mundo árabe, sus líderes e instituciones, necesita urgentemente un baño de credibilidad para hacer frente a los acontecimientos de una zona crucial con algo más que la pura retórica. La transferencia de sus males a EE UU en particular y a Occidente en general no puede encubrir la responsabilidad de unos regímenes obsesionados en perpetuarse y totalmente impotentes para modernizar y hacer prosperar a sus sociedades o afrontar desafíos tan cruciales para la convivencia internacional como cercenar el fundamentalismo islámico y sus epígonos terroristas.
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