El caso

Siempre me sobrecoge la rapidez con la que cierta gente se entera de que un sospechoso va a ser detenido y se coloca en primera fila para verle salir esposado; y cómo le gritan, llenos de furia, como si estuvieran deseando hacer justicia con sus propias manos sobre el cuello del culpable. Seguramente, ninguna de esas personas tiene ningún lazo con la víctima que padeció la maldad o la locura del asesino, pero por alguna oscura razón se sienten limpios de corazón cuando arrojan la ira contra otro. De dónde viene esa ira que no contempla la posibilidad de que esa persona que entra en el furgón policial, con la cabeza gacha y la mirada ausente, sea inocente. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el viejo Freud, exiliado en Londres y atónito por el poder de convicción que ejercía Hitler sobre esa sociedad culta de la que él procedía, se reafirmaba en su idea de que los hombres siguen antes la llamada de sus instintos primarios que de la cultura adquirida. Por tanto, una sociedad civilizada, concluía, debería saber contener los impulsos primitivos de su tribu.
Cuando uno ve el tratamiento que se da a los sucesos en la televisión se pregunta por qué nadie plantea la posible ilegalidad de esas informaciones que, sorprendentemente, ocupan hoy gran parte de los telediarios (con la que está cayendo). Los reporteros de la televisión pública van al pueblo donde se ha cometido un crimen y ponen sus micrófonos delante de cualquiera, como si en la encuesta callejera hubiera algún tipo de rigor informativo. Siempre aparece ese hombre que expresa el deseo de que el asesino sea linchado o esa mujer que habla misteriosamente de unos muchachos que, sin duda, son los autores. Todo esto aderezado con la inaudita filtración de los secretos del sumario: la marca del tabaco, la sangre en el faro del coche... Informaciones que parecen elaboradas para que el asesino se cuide de no dejar pistas y para generar un morboso chismorreo televisivo. Informaciones donde se echa mano de la cámara lenta y la música de misterio, realizadas más por amantes del mal cine que del buen periodismo. En el buen periodismo, como en la vida, hay pocas certezas, pero hay tantos tontos ahora mismo exponiendo las suyas. Qué época.
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