Trágicos y felices
Este premio me trae a la memoria mis lazos con España. Nunca he vivido aquí, sólo he pasado, a lo largo de los años, unas pocas semanas en mis diversas visitas con mi mujer, Inge Morath, ya fallecida. Sin embargo, desde mi juventud, España ha ejercido sobre mí efectos importantes, dramáticos.
Acababa de cumplir 20 años cuando estalló la Guerra Civil. No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo XX. La agonía española se convirtió en clásica, el modelo de otros muchos gobiernos democráticos derrocados por fuerzas militares que predicaban la vuelta a los valores cristianos. Dos de mis compañeros universitarios marcharon para luchar con la Brigada Abraham Lincoln; uno, Ralph Neaphus, nunca volvió. Durante casi cuatro años lo primero que buscábamos en los periódicos de la mañana eran las noticias procedentes del frente.
La palabra España era explosiva, el emblema esencial no sólo de la resistencia contra un retroceso obligado a un feudalismo eclesiástico mundial, sino también contra el dominio de la sinrazón y la muerte de la mente. [...]
Más recientemente, Inge Morath me reveló otra faceta muy diferente de España, la España que ella había llegado a querer, el país donde creo que más a gusto se encontraba. Era el país de grandes pintores y de su amigo Balenciaga, pero también de campesinos y gente del pueblo, y toreros, a quienes le encantaba fotografiar. Veía en el carácter español cierta aspiración a la nobleza que yo creo que reflejaba la que ella misma tenía. A comienzos de los años cincuenta, cuando España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el verdadero tema de su obra. Ante su dominio absoluto del idioma, de las costumbres y de la historia de España, yo no podía más que observarla maravillado.
Nuestra vivencia española llegó a su punto culminante hace año y medio, cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. [...] Viajábamos con nuestro amigo el poeta Derek Walcott, un hombre de mundo. Habían salido a la calle más de un millar de personas para saludar a Inge y celebrar su vuelta. Se sirvió una comida en el Ayuntamiento para 60 personas. Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a Inge ramilletes de flores, de ofrecerle vasos de vino y bebés para besar. Ella no había hecho más que apreciarlos, había otorgado un reconocimiento y un recuerdo público a sus vidas sencillas. El cariño en sus caras era palpable. Miré hacia Walcott y vi lágrimas en sus ojos. 'En mi vida he visto algo tan bonito', dijo. [...] No vengo a la España moderna y democrática con las manos vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices.
Extracto del discurso de Arthur Miller.
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