El campo entra en la ciudad
Extraña relación de admiración y desprecio la de la ciudad y el campo. La imitación de modas ciudadanas llenó siempre el campo de curiosas excentricidades y, a su vez, las alabanzas de aldea llenaron las ciudades de inconsistencias ridículas, de rusticismos utópicos. ¿Recuerdan aquella moda de los mesones típicos que proliferaron al amor de la telaraña, el yugo y el cencerro?
A partir de la década de 1960, la ciudad entró en el campo como caballo en cacharrería. Los santos patronos de los pueblos andaluces comenzaron a mecerse como macarenas, los mimos de los carnavales gaditanos invadieron hasta las Alpujarras y las boites con música anglosajona se instalaron al lado de los verdiales y los fandangos de punta y tacón. Detrás de toda esta algarabía, se escondía, por supuesto, la callada labor de los llamados 'medios de comunicación', capaces de crear estereotipos a una velocidad sin precedentes. Nada como la televisión para crear estereotipos. Su prestigio de cristal animado hizo nacer en los pueblos tremendas romerías rocieras en que ni siquiera faltaba el paso por el Quema representado por algún raquítico arroyuelo.
No se paró ahí la cosa, el campo, tan poco ducho en los lances publicitarios, aprendió la lección. En Madrid, un buen día, la cañada de la Castellana se llenó de pronto de ovejas y los padres de familias, hartos de hacer de domingueros, vieron el cielo abierto y sacaron a los niños a aquel campo de asfalto para que vieran el paso del ganado acompasado al dulce tañer de las esquilas. Desde entonces, el campo comenzó a entrar en la ciudad utilizando las mismas añagazas ciudadanas con que la ciudad los había premiado. Las mismas técnicas publicitarias que les hicieron bailar la lambada y comer hamburguesas, valen ahora para reivindicar mayor cupo de aceituna o menor rotación del algodón.
Por la mañana, escucho a un publicista catalán que no se corta un pelo afirmando que la primera razón de la publicidad es llamar la atención. Luego se verá si lo que se dice es más o menos verdad, pero, antes que nada, hay que llamar la atención.
Los tractores han venido de nuevo a Sevilla. Nadie nos ha explicado con detalle qué extraña razón comunitaria impide sembrar el algodón como siempre. Nadie nos ha explicado por qué unas veces hay que sembrar remolacha y otras arroz o pipas de girasol. Por fin la publicidad caló en el campo como el agua de mayo en los barbechos. Ahora nos devuelve el campo los desvelos por convencerlos de cualquier cosa, sin dar mayores razones, a que le tenía acostumbrado la ciudad. El tráfico va fatal. Las imponentes máquinas, abanderadas, atraviesan parsimoniosas las calles. Los municipales las escoltan con cara de aburridos. No sabemos qué pasa, pero se nota que pasa algo.
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