Nuevas vidas cruzadas
Los festivales no suelen abrir sus pantallas con cine de riesgo, sino con alguna película de reclamo, resultona y que tenga dentro algo que llame la atención y haga funcionar el tam tam de la tribu festivalera con un gancho de glamour o una ración de polvo de estrella. La seguridad de los objetos parece hecha de encargo para cubrir ese cometido, pues ofrece algunas notables calidades, buen pulso en la secuencia y, sobre todo, el rostro y el arte de Glenn Close, actriz excepcional que pone de manifiesto aquí algunos muy vivos destellos de su rara y cautivadora intensidad emocional interpretativa.
Pero Glenn Close, como otros compatriotas suyos convocados aquí, se ha quedado en su casa, por lo que el valor de arranque de La seguridad de los objetos pierde sentido inaugural y se queda en lo que es, una película de relleno -eso sí, de buen relleno- que por una mala jugada del destino ocupa un lugar que no llena del todo y una función que cumple sólo a medias.
El filme es el tercero que dirige Rose Troche, una cineasta ambiciosa que comienza a dominar las leyes de su oficio; y que, si en Go fish y Ni en tu casa ni en la mía hizo con torpeza cine interesante, ahora hace con mucha más habilidad -aquí mueve con soltura la friolera de 40 personajes- una película de menos interés que sus predecesoras. La cineasta estadounidense hace un buen trabajo -iluminado por los ilustres precedentes de Grand Canyon y Short cuts, donde Lawrence Kasdan y Robert Altman, respectivamente, hicieron pura geometría fílmica- de cruce de ideas, de tiempos, de vidas y de destinos. Su adaptación mezclada de cuatro relatos de A. M. Homes es un buen ejercicio de escritura que luego, en la pantalla, pierde homogeneidad y oscila de lo bueno a lo menos bueno a causa de un reparto descompensado, en el que hay exceso de reinado de Glenn Close, y no porque la actriz juegue al divismo, que no lo hace, sino porque a su lado tiene a colegas demasiado inferiores a ella, que le dan una réplica corta, insuficiente.
Hay en el filme algunos momentos mágicos de esta eminente actriz, que por sí sola eleva a una puesta en pantalla alicorta, a todas luces situada por debajo de la escritura. Rose Troche intenta hacer escapar al hormiguero humano que mueve de la angostura formal del dramón familiar y hacerle alcanzar condición de retrato colectivo, a la manera de American beauty, dentro de la burguesía estadounidense que se abisma en los pozos blancos de las urbanizaciones de chalés de las afueras de las ciudades. Es ésta una ambiciosa pretensión que Troche por desgracia sólo consigue a tercias.
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