La huella palpitante de Ernest
Los días siguen, pero en la memoria queda el rastro indeleble de los mejores. En este mazazo que abre un miércoles de ceniza, la presencia de Ernest Lluch me abre la instantánea de nuestros años juveniles, la ilusión por la enseñanza que compartíamos para sembrar esperanzas de convivencia en libertad y, sobre todo, la persona insustituible para la vida de todos que para todos es una persona verdadera.Presencia que se sucede en imágenes vívidas, tremendas, porque su muerte a manos asesinas nos sitúa en el punto estricto de la descerebración fascista que hoy sí y mañana también intenta segar los puentes del diálogo.
Ernest Lluch era de una simpatía y curiosidad inagotables por todos los aspectos de la cultura. En el homenaje que a Pedro Salinas le dedicó la Universidad de Barcelona nos ayudó en su calidad de director de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. En una ocasión necesitaba los artículos de la revista madrileña Libros hacia los años ochenta y recientemente, hablando de literatura y ciudad, demostraba estar al corriente de lo mejor que sobre el tema se iba publicando.
Qué odio es éste. Qué bajeza es la que está atrincherando el pensamiento en la visceralidad de las reacciones elementales. Qué hacer, ciertamente, es la cuestión en vilo que el amigo Ernest nos lega con la urgencia fraternal de su palabra siempre viva. Hoy sólo puede haber lágrimas. Y silencio. Pero la cortina de sangre que mancha el ejercicio carnicero de las manos -desde cabezas que sólo embisten- no podrá interrumpir la continuidad del pensamiento vivo. Es decir, la huella palpitante de Ernest Lluch.
Lluís Izquierdo es catedrático de Literatura de la Universidad de Barcelona.
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