Corriente ilustrada
Un paseo por la vega de Patones y Torremocha del Jarama, a lo largo de una acequia de finales del XVIII.
Ignoramos si Francisco Cabarrús posó alguna vez para su coetáneo y tocayo de Fuendetodos, pero nada nos cuesta imaginarlo retratado a la manera goyesca, sentado en el pretil del puente de la Cañada, sobre el canal que hoy lleva su nombre, con un libro de Rousseau en la diestra, su hijita Teresa -la futura Mme. Taillen- de la otra mano y una lontananza de álamos velada por el añublo del Jarama y la humarada de las chimeneas de la Casa de Oficios. Cabarrús perteneció a esa hornada de consejeros áulicos, forjada al calor del despotismo ilustrado de Carlos III, que bregó para liberar a un país aherrojado por una administración anárquica y mostrenca, un clero con resabios inquisitoriales, una enseñanza trivial y un agro en el que, parafraseando a Raymond Carr, un romano del siglo de Augusto hubiérase sentido como en su casa. En 1782, frisando Cabarrús en los 30, nació a propuesta suya el Banco de San Carlos, del que fue director; y, tres años más tarde, la Compañía de Comercio de Filipinas. Desempeñó varias misiones diplomáticas durante el reinado de Carlos IV, quien le otorgó el título de conde antepuesto a su apellido. Su amistad con Jovellanos, Floridablanca y Argüelles no le disuadió de mantenerse fiel al ideal racionalista encarnado por Napoleón y ser ministro de Hacienda bajo el efímero cetro del hermano José I, El Intruso. Ha de saberse que nació en Bayona (Francia) en 1752. Murió en Sevilla en 1810. Consecuente también con las ideas que él y sus colegas ilustrados habían postulado repetidamente en la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid -allí presentó Jovellanos su Informe de la Ley Agraria-, Cabarrús puso en marcha un generoso sistema de riego en la vega del Jarama, que no sólo favorecía a sus vastas propiedades, sino a las de muchos labrantines de Patones, Torremocha y Torrelaguna. Un sistema del que nos han llegado, en diverso estado de ruina, un trecho de acequia, cinco acueductos, media docena de puentes, diez casillas de guardas y una Casa de Oficios -núcleo de la hacienda condal- no ha mucho restaurada. Para seguir el rastro de este ilustre canal -que al principio tomaba sus aguas directamente del Lozoya en la zona del Pontón de la Oliva y, desde la construcción del canal viejo de Isabel II, hacia 1850, mediante una tubería que baja del sifón de las Cuevas- vamos a acercarnos en coche desde Patones de Abajo hasta el puente sobre el Jarama que hay a un kilómetro y medio del pueblo, en el desvío a Uceda. Retrocediendo a pie por el arcén, enseguida veremos a mano izquierda las hileras de chopos que flanquean la acequia y el camino que va bordeándola por su margen derecha -al otro lado, unos cuadritos de hortalizas mantienen vivo el espíritu del regadío- hasta rebasar, a dos kilómetros escasos del inicio, un acueducto y la casa del guarda de la Cerrada, que hoy es una más de las que integran el barrio homónimo de Patones de Abajo.
Poco más adelante, el cauce desaparece -lo hizo hace más de un siglo, arrollado por los secanos-, pero su prolongación teórica puede seguirse por un camino vecinal asfaltado que surge allí mismo y que muere en la carretera de Torremocha a Uceda, junto a la que yacen las ruinas de la casa y del puente de la Fábrica, con placas que conmemoran la larga vida del canal de Cabarrús (1797-1880).
Continuando de frente por una pista de tierra, toparemos dos puentes más -el de la Cañada y otro- antes de avistar, como a dos horas del principio, la grande, cuadrada, neoclásica Casa de Oficios.
Medio kilómetro antes de la Casa de Oficios se alza sobre un cerro a la vera del camino la casilla de Valdeperote, ésta perteneciente al canal viejo de Isabel II, cuya plataforma nos permitirá regresar al punto de partida contemplando desde una mayor altura la vega que durante décadas regó con su linfa ilustrada el de Cabarrús. Aunque, a la vista de tanto cereal, se vea que no sirvió para nada.
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