A cien metros de la miseria

Viví tres años a cien metros de la miseria. En, ese tiempo aprendí que la vida es algo más que dinero, y que la verdadera felicidad no se encuentra en ningún centro comercial. Me lo enseñaron los niños de chabola con los que trabajé, los mismos que sin esfuerzo lograron resolver de forma sencilla y espontánea casi todas mis dudas existenciales.Ellos fueron mi sol, mi amanecer y mi luz en esos 30 meses de esperanza que le gané a la vida. Poder convivir con ellos fue mucho más que un privilegio. Cercados por la pobreza y la violencia, y abandonados por la sociedad y el Gobierno, fueron para mí una fuente permanente de alegría y cariño sinceros. Y todo ello a pesar de que los suburbios de Río de Janeiro, como cualquier cloaca del capitalismo, son un paisaje capaz de herir hasta la conciencia más indecente.

Cuando llegó el día de irme, las lágrimas sustituyeron a las palabras a la hora de despedirme de estos niños y de este pueblo brasileño que ya es mi familia. Me había pasado semanas intentando explicarles, principalmente a los más pequeños, que a veces tenemos que obedecer también la voz de la sangre y de la tierra; y que en la vida sólo se va quien olvida, y yo nunca podré olvidarles.

Hoy me gustaría que supieran cómo les echo de menos, y cómo guardo en mi corazón aquella frase que me regalaron: "Nada somos, nada tenemos, pero desde la simplicidad de nuestra nada, te lo deseamos todo".-