Ciudad
Cada atardecer hay bodas entre descendientes de las cajas de ahorro franquistas y el infinito, así como presuntos delfines de la trucha declarando, cansinamente, que no hay pez de río como la trucha. Mientras las jaurías se ponen marcapasos y para los zorros el horizonte siempre es un fracaso, los chirimbolos prometen fiestas de otoño o piden romper los círculos de tiza, caucasianos o no. El honor del capitán Lex asciende a honor de general encapuchado cuando ya no calienta el sol allá en la playa y los presuntos implicados organizan conciertos de rock blandísimo reagrupados en el conjunto No me toques los cojones que vengo a vendimiar.He visto a jóvenes toreros de la noche que no creen en el cambio del cambio del cambio, ni siquiera en la posibilidad de que en los próximos 100 años se produzca el cambio del cambio del cambio del cambio del cambio del cambio. Todo el mundo quiere pasar página, pero se teme el blanco silencio de un folleto mal editado al que llamamos España. En la ciudad no encontraréis ruinas de su modernidad. Las ruinas se han quedado en Sevilla a orillas de un río sin velas blancas ni ramas verdes y no hay ganas de inquietarse ante el ruido de cilicios afilados que llega de los clubs de Posopus Dei, esa hidra.
Sin éxito olímpico, ni autonómico, sólo queda el banquete caníbal entre élites y los bocadillos de viejos calamares a la romana entre las mayorías. Aquí ni interesa ya el varón Von Thyssen. El único lujo veneciano se ha ido a Venecia a premiar falsas películas vietnamitas, y el silencio del duque inteligente ha dejado sin silueta tanto a los duques tontos como al complejo escolar de Francfort. Se precongelan las mollejas y el sueño republicano se refugia en el califato de Córdoba. Pongamos, pongamos que hablo de Madrid.
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