Coraje civil

Domingo Pérez Minik siempre fue un contemporáneo, un hombre moderno, un espectador insólito de un siglo que él vivió con la dignidad de los libres. Cuando Europa se hizo moderna y surrealista, él lo vislumbró desde aquella orilla y se trajo, con su inseparable Eduardo Westerdahl, a André Breton, para que en las islas dijera la buena nueva. La guerra le cortó las alas y le metió en la cárcel. Pero él se revolvió como un gigante de cuerpo enjuto y ojos azules y salió aún más al rojo vivo, a favor de la vida, en contra de la muerte. En el curso manso de aquella aberración que fue la dictadura, luchó para que la mezquindad reinante no le rompiera los dedos, y escribió folios incontables: descubrió a Max Frisch, introdujo a Dürrenmatt, se hizo amigo de Beckett, fustigó a Lope de Vega, tachó la estupidez y libró una batalla sin tregua contra el silencio visuoso y contra la mediocridad. A través de ínsula y de otras publicaciones españolas o extranjeras y en sus libros rabiosos transmitió, con el pulso de un lector voraz, el mensaje de lo nuevo, y lo hizo con la inteligencia que da la condición de ser moderno. Esa actitud expectante y entusiasmada de autodidacta incansable es la que le hizo imprescindible para entender la literatura del siglo y convirtió su nombre en el de un persona e indiscutible que desde la provincia más recóndita, una isla, nada menos, fue capaz de agitar las aguas tranquilas del teatro y de la novela. En la esencia de su personalidad humana está como ejemplo máximo el de su coraje civil, el que le mantuvo siempre en pie de guerra y vivo. '¿Qué queréis de mí?", fue lo último que le oímos decir, irónicamente, hace una semana, cuando ya se había resignado a morir. Desde un territorio acosado por el agua y la distancia fue capaz de ver el mundo y de contarlo con la perplejidad que le dejó intacto su carácter de gallo de pelea, siempre al rojo vivo.
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