La melodía encarnada
DANZA
Béjart reservó el Bolero de Ravel como traca final de su presentación barcelonesa. Y una noche más consiguió el objetivo previsto: embrujar a la audiencia hasta hacerla estallar en ovaciones.De todos los éxitos imprevisibles de obras, sin duda éste constituye uno de los casos más clamorosos: desde su estreno en París, en 1928, el público la hizo suya como quien se come una oliva. Y Ravel confirmó el carácter imprevisible del evento con las siguientes palabras que, para su desgracia, la posteridad ha conservado: "He aquí una pieza de la que no podrán adueñarse los conciertos de domingo". Se equivocó, tal vez porque pensaba que estaba componiendo una música para una -ballet, y en realidad estaba haciendo algo bien diferente: una música de estructura sencillísima que por ella misma implicaba el ballet.
El compositor hizo aquí lo que criticaba en Rimski-Korsakov: edificar un todo sobre la nada para que cada uno, experto o no (la única condición es que no sea sordo), esté autorizado a montarse su propia película. Porque de un acercamiento de la cámara al objeto enfocado se trata: un objeto auditivo en este caso, pero no por ello menos diferenciado e identificable.
¿Qué hace Béjart? Identifica el ritmo y la melodía de base con Jorge Donn y, para que nadie se confunda, lo coloca sobre tina tarima. A él van añadiéndose los miembros del ballet conforme la orquesta va creciendo de volumen. La operación es clara, se ajusta perfectamente a una estructura musical que actúa como legitimación intrínseca. El público lo entiende, porque él también tiene su propia coreografía para una música que es puro gesto sinf6nico, pura melodía hecha cuerpo.
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