San Isidro no existe

Lo mejor de las Fiestas de San Isidro es la imagen magnificada de lo que pueden ser. Yo guardo de estas festividades una memoria infiel y deliciosa. Recuerdo que el buen tiempo estalla en estos días; el sol aprieta, los brazos se liberan por vez primera del invernal encierro de sus mangas, y las noches, ya tibias y muy largas, se llenan de música y bailongos. Charanga y pasodoble en las Vistillas, rockeros y baladistas en el Retiro, todo gratis y envuelto en el aroma a churro recién frito, que es el olor de la primavera madrileña. Las esquinas urbanas se convierten en una caja de sorpresas: qué grupo de teatro al aire libre, qué ensordecedora chundarata, qué pasacalles me encontraré en mi camino. Luego están las actuaciones internacionales, el jazz, el flamenco; y sobre todo están los toros, el run-run del personal en torno a Ventas, pilongas-pipas-avellanas, cucuruchos de antiguas naderías para comer mientras se ve la lidia, la plaza atiborrada, sudores de bochorno y nerviosismo, un enceguecimiento de colores. Nadie duerme en la ciudad en estos días, todo es un ir y venir como posesos; es un buen momento, en fin, para vivir la vida, para andar enamoriscado y en pareja.Suena bien, ¿verdad? Exultante. Lástima que luego la realidad sea otra cosa. Lástima que a menudo el sol no apriete y que las noches no sean lo que se dice cálidas, porque san Isidro, que por lo demás es un santo la mar de vago y de simpático, tiene predilección por los diluvios. Lástima que el aroma a churro no sea en realidad el olor de la primavera madrileña, porque en esta ciudad de hormigón crispado no caben las estaciones delicadas, y se pasa directamente del frío polar a la canícula más achicharrante; de modo que primavera no hay, y las madrugadas, de oler a algo, huelen a neumático aplastado. Lástima que no coincidas jamás con un maldito pasacalles, porque el espacio urbano es largo y ancho, y la bulla, con todo, queda reducida a un rinconcito. Lástima que no asistas a casi ninguno de los festejos y bailongos, porque es un lío sacar las entradas, o porque mañana tienes que trabajar y estás crujido de cansancio, o porque no hay quien aparque y da pereza.
Lástima, en fin, que no te dé tiempo a comprar pipas ni a degustar el ambientillo antes de entrar a las Ventas, porque el atasco de tráfico es tal que has llegado tarde, taquicárdico y habiéndote perdido un par de toros. Y en cuanto a la idoneidad de andar enamorado, qué les voy a contar que ya no sepan acerca de las dificultades de encontrar siquiera un simulacro de pareja.
Total, que yo creo que las Fiestas de San Isidro no existen. Madrid, que es un monstruo ajeno, desproporcionado y sin recuerdos, sueña estos días que es un pequeño pueblo, y ese sueño de identidad es San Isidro. Nuestras fiestas son el deseo de construirnos una vecindad, unas raíces. Y algunas noches isidriles, cuando los fuegos artificiales estallan entre ohhhhhs en el Retiro, llegas a creer en la autenticidad del espejismo, a intuir que un Madrid sólido y tangible está naciendo.
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