Beck

La primera vez que vi a Julian Beck yo vestía uniforme del arma de aviación, y el director del Living Theater me echó conjuros al traje de paseo azul y a la gorra. Eran tiempos heroicos y no hablo de mi paso por el Ejército; en el apogeo preagónico del franquismo la compañía más levantísca del teatro moderno traía a España una obra antimilitarista y antibelicista, y la representaba ni más ni menos que en Valladolid. Tuve la suerte de hacer allí el período de instrucción, y con mi compañero de armas Alfonso Ungría fui al teatro en las horas reglamentarias de salida del cuartel a ver Antígona; lo que no podíamos era cambiar de ropa.Aquella función pulverizó todas mis ideas sobre el teatro, y confirmó muchas de las que, con un aprovechamiento que hubiera sorprendido a mis mandos, estaba adquiriendo a marchas forzadas sobre la guerra. Beck y los restantes miembros peludos de la compañía avanzaban una y otra vez por el pasillo del patio de butacas gritando sus ensalmos y se encontraban siempre al fondo a dos soldados. Mi amigo y yo aplaudíamos con entusiasmo y me consta que nuestros aires no eran muy marciales ni fiero el ademán. Pero estoy seguro de que Beck vio en nosotros a dos esbirros de la capitanía en misión de vigilancia, y de ahí el empeño en dar saltos y vocear a nuestro alrededor.
El domingo ha muerto Beck en su país, adonde había regresado tras negarse a pisarlo muchos años, en los que siguió paseando sus espectáculos por una Europa que ya no le tenía como hombre de moda. A finales de los años sesenta fue el apóstol de la novedad, y no podía ser otro más que Bertolucci el que, en una película corta, le rindiera entonces el homenaje de una vanguardia que se creyó ilimitada en sus rupturas.
Ahora Beck queda entre nosotros como matón de una película de gánsteres. A algunos les parecerá una ironía trágica que lo último que veamos de él sea su intepretación de guardaespaldas viejo en el Cotton Club, de Coppola. Pero, sin melenas y sin consignas, Beck aceptaba así modestamente otro tipo de homenaje más duradero: volvía a sus orígenes de actor excepcional, por encima de modas, países y uniformes.
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