Carlitos Alcaraz y el club de los intrépidos
El joven campeón se une al pionero Santana y a Conchita, Nadal y Muguruza, los cuatro españoles que abrieron vía en un terreno que va perdiendo especialistas

Todo comenzó cuando un intrépido españolito del barrio de Chamberí hizo el hato y se lanzó a la aventura a finales de los cincuenta. Él quería ser como uno de esos caballeros australianos que dominaban el prácticamente inexplorado territorio de la hierba, donde hasta entonces solo había noticias de Lilí Álvarez. Ella, transgresora de inicio a fin, abrió camino en los locos años veinte, se quedó a un paso de la gloria en tres ocasiones (1926, 1927 y 1928) y luego llegó Manolo, es decir, Santana, otro pionero que, ahora sí, logró poner la guinda a esa valentía. Fue en 1966, el año en el que triunfó Inglaterra en el Mundial, el del baño de Fraga en Palomares y, por supuesto, el del gran pelotazo de Manolito en el All England Lawn Tennis & Croquet Club: 6-4, 11-9 y 6-4 al estadounidense Dennis Ralston.
“Me dolía el ego, era una necesidad personal. Si un gran tenista no gana Wimbledon, su obra es como un edificio inacabado”, contaba a este periódico en 2016, bajo el sol de Marbella, cuando se cumplía el 50º aniversario de aquella hazaña que abrió camino y enseñó a los que venían por detrás que sí, que se podía, que el césped es indescifrable y tierra de cañoneros, pero que si uno sabe moverse y bailar, cortar la pelota como es debido, también puede hacer cima. La holló el madrileño con el escudo del Madrid cosido al pecho y con su 1,73, y fueron uniéndose luego otros y otras tenistas sin complejos. Lo intentó Arantxa —neutralizada en las finales de 1995 y 1996— y, en paralelo, se elevó en la Catedral de la raqueta Conchita Martínez, superior a la legendaria Navratilova.
El 6-4, 3-6 y 6-3 de la aragonesa —en su primera final en un major— derribó otra puerta y vendría luego la campanada de otra mujer iluminada, Garbiñe Muguruza, pero antes alcanzó la gloria Rafael Nadal. El chico de la tierra, porque eso se decía, también tomó el verde y después de caer en dos finales frente a la inmensidad de un tal Roger Federer, superior en 2006 y 2007, desmintió con 22 años a todos aquellos que circunscribían su pericia a la arcilla. Ya se sabe, la final de las finales, aquel partido como una Catedral; en 2008, el suizo se inclinó (6-4 y 6-4, 6-7(5), 6-7(8) y 9-7) y dos años más tarde, 2010, el que lo hizo fue el checo Thomas Berdych, uno de esos gigantones-sacadores que tanto disfrutan en Londres; igualmente reducido (6-3, 7-5 y 6-4).
“Federer, en hierba, es magnífico… Pero lo que hizo Rafa fue fantástico, porque demostró que un jugador de tierra puede ganar Wimbledon desde la línea de fondo”, transmitía a EL PAÍS en el décimo aniversario de la primera gesta del mallorquín (2018) el actual presidente del club, Ian Hewitt.
Un año antes se entronizó Garbiñe Muguruza, la competidora que vino a esto del tenis con una misión clara y meridiana: superar a las Williams. No pudo con Serena en 2015, el primer aviso, pero sí con su hermana Venus en 2017, y contaba en estas mismas páginas: “Ganar Wimbledon es algo especial”. Ella lo consiguió con 23 años y tras todo un recital; 7-5 y 6-0 a la estadounidense, pentacampeona del torneo. Un imperio. En esa misma edición también se significó, a menor rango, el malagueño Alejandro Davidovich, campeón júnior, un vikingo entonces por descubrir.
Y se corona ahora Carlos Alcaraz, al que un puñado de partidos (18) le han bastado para hacerse con el trofeo en La Meca del tenis. En su tercera participación, sin apenas recorrido previo sobre una superficie ante la que la gran mayoría acaba frustrándose, se proyecta y lanza un mensaje: sin especialistas a la vista, su celeridad para interiorizar los códigos puede establecer un antes y un después en el santuario de Wimbledon.
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