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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Marco Martella y las personas-jardín

En su nuevo libro, ‘Los frutos del mirobolano’, el ensayista y jardinero italiano explora la relación entre personas, conocidas, anónimas y tal vez inventadas, con jardines y anhelos

Retrato de Marco Martella.
Anatxu Zabalbeascoa

¿Basta con plantar árboles en algún lugar para entender la vida como algo sencillo? Marco Martella sabe que el campo nunca ha sido un lugar ameno, contrariamente a lo que piensan “los de ciudad”. Al autor de Un pequeño mundo, un mundo perfecto, los paseos y la curiosidad le florecen en su inclasificable género ensayístico que mezcla investigación e imaginación.

Samuel Beckett y Violet Trefusis, Pasolini y su vecina francesa Suzanne, anémonas y ciruelos mirobolanos… se reparten su nuevo libro Los frutos del Mirobolano (Elba editorial). “Algunas personas, como algunas especies, parecen crecer como si la verdad solo pudiera florecer entre las mentiras” apunta.

Una verdad podría ser la vida monótona de Beckett en Ussy (Francia), en la casa que dibujaría un escolar con el césped perfectamente cortado y un manzano, escribiendo Textos para nada y bebiendo vino blanco barato al caer la tarde. Martella cuenta que un estudiante que llega hasta allá le pregunta a Beckett si era Beckett y este contesta “Lo siento, solo soy el jardinero”. Cuando cogía el teléfono, Elias Cannetti fingía ser su secretaria. ¿Qué sería yo si pudiera ser?

Portada del libro Los frutos del Mirobolano.

En su nuevo libro, Martella llega a los jardines “de cura”, pasatiempos para ricos porque, le cuenta su vecina Suzanne, “el placer de sembrar con éxito no es más que un sustituto de los verdaderos placeres de la vida”. Una vida que desaparece sin haber dejado fruto no es una verdadera vida, opina la señora. Pero, ¿qué es el fruto?, se pregunta Martella. ¿Cómo había Suzanne logrado realzar la belleza de aquellas plantas cuando la savia ya no circulaba por sus venas?

Igual que hay caminos que no llegan a ninguna parte, hay semillas que esperan florecer y libros que esperan ser escritos. Los frutos extraños del consuelo a los que alude Rilke son, para Martella, los más bellos. Por eso las anémonas solo aparecen en suelos donde la hojarasca y la madera muerta forman, poco a poco, al descomponerse, una tierra húmeda y profunda.

El autor de Fleurs (Elba) escribe que las casas, como los bosques, tienen sus ruidos. Que hace falta tiempo para acostumbrarse a ellos. Y habla del silencio que, también, florece como las flores. Así, evoca a la pobre Baucis, convertida en Roble, y a Filemón, ya transformado en Tilo, que le sirven a Martella para hablar del mito romano de hombres descendientes de árboles, “abatidos por su nobleza”.

“Quienes aman los jardines no se conforman con la vida. Consideran que es bueno explorar la muerte para domesticarla. Saben que un jardín es carga y felicidad a la vez”. Frente a ellos, Martella defiende el jardín insignificante. El imperfecto de Montaigne en el que el ensayista francés quería que la muerte le sorprendiese plantando coles. ¿Es eso? Plantar es un acto sagrado. Un acto de fe. ¿Para qué seguir plantando? “Para ser sincero, jamás he sabido por qué plantaba”, explica el propio Martella. Es…, parece ser, un campesino que ha aprendido a tomarse la vida con paciencia. Y a aceptar no saber lo que pasará mañana.

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