María Gainza y los objetos que curan
La escritora habla sobre arte, encuentros, oportunidades y descubrimientos en su último libro: ‘Un puñado de flechas’. También abre la puerta de la casa de su infancia


Durante 10 años la escritora María Gainza fue crítica de arte, “una crítica de arte dudosa, insegura”, dice. “De repente estaba haciendo algo que no sabía que podía hacer”. Los artículos, las notas, que escribía para el suplemento Radar del diario argentino Página 12, fueron su “ardid para conectar con el mundo en un período en el que no encontraba mi rebaño”. ¿Por qué? Porque en todos sus artículos contaba cuentos de las cosas que amaba. Su objetivo era no caer en el oscurantismo que se estilaba en la crítica de arte, disipar la neblina que rodea las artes plásticas, seguir un mandamiento que se autoimpuso: “Hablarás sencillamente de las cosas”.
Por entonces, Gainza atravesaba un periodo blanco. Había inventado la estética de la renuncia como forma de protección. Las paredes de su casa informaban sobre su honestidad. Sin embargo… ¿era una hipócrita? ¿No quería arte, pero escribía sobre su importancia? Fue entonces cuando empezó a cuestionarse por qué lo hacía. Por qué había elegido la nada como decoración.
En su libro Notas sobre enfermería, Florence Nightingale, la pionera inglesa de la enfermería moderna, escribió: “El efecto de los objetos hermosos sobre la enfermedad no ha sido aún apreciado por los médicos, pero yo lo noto”. Corría el año 1859 cuando se publicó ese libro. Cuando Gainza en su impagable Un puñado de flechas (Anagrama) lo aprende, levanta la vista. Y por fin ve su casa. Se da cuenta de que ella, que tanto arte consumía, no le daba lugar en su propia vida, en los muros blancos de su vivienda, sin pinturas, sin adornos: “Mi casa era una cámara frigorífica”.
Gainza no tenía casi nada. Tampoco espacio para que el arte la acompañara, la sorprendiera, conviviera con ella o tuviera un lugar. Otra mujer le habla a la escritora argentina para atreverse a dar un paso más. Edith Wharton se convierte en “la bellota que terminó por despertarme”. Y lo hace con un clásico, The Decoration of Houses, buscando chispazos de felicidad en la disposición de los objetos queridos. Leyendo ese manual de decoración “algo que después de todo no le hacía mal a nadie”, Gainza se da cuenta de cuán gélida fue la decoración de su niñez: “La maceta donde creció esta florecita con espinas que soy”.

La historiadora recuerda: “La frialdad glacial de los pisos encerados que no podíamos rayar, las bibliotecas con lomos de cuero que no se podían tocar, los sillones Chesterfield donde al sentarte rebotabas, la platería que se tapaba todo el año con bolsas de plástico que solo se retiraban si venían visitas. Había crecido rodeada por una decoración opresiva donde todo parecía lejano”.
Puede que por esa toma de conciencia, Gainza concluye que la idea de buen gusto es un vicio que habría que expurgar. ¿Cómo se libera uno de eso? ¿Colgando pinturas? “Escapé de mi cárcel. Lentamente, tener pinturas colgadas se empezó a notar en mi carácter. Me gustaba volver a casa. Mirar los cuadritos espoleaba el caballo de mi imaginación. Me sacaba de la realidad, me ayudaba incluso a escribir. A veces, al volver de la calle en días de aturdimiento, cuando mi viejo y amargado espíritu me toma, al verla [la pintura] me pregunto desconcertada: ¿qué hace esta pintura acá? Después recuerdo la respuesta”.
El libro, como todos los de esta autora, contiene pedazos del mundo y el mundo propio que es su vida. Así, por él desfila Coppola, instalado en el barrio de Palermo Viejo de Buenos Aires. Es Coppola quien, en un diálogo surrealista —Gainza actúa de traductora para su pareja— le habla de las flechas de la creatividad. Cada carcaj contiene unas pocas, un puñado. A veces las personas las utilizan siendo muy jóvenes… Hay quien las guarda para más tarde. También quien las dosifica. Es el caso de Gainza. Desde su singular El nervio óptico, cada libro que escribe es una revelación. La misma que vivió ella cuando se dio cuenta de que las paredes de su casa estaban vacías y se puso a pensar en los objetos que curan.
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