‘Los domingos’: Alauda Ruiz de Azúa infunde fe en el gran cine
La directora de ‘Cinco lobitos’ y ‘Querer’ confronta al espectador con la historia de una chica que quiere meterse a monja de clausura: ¿adoctrinamiento o llamada de Dios?


Desde una familia, la de sangre, a otra familia, la espiritual. Desde el punto de vista de una adolescente que siente una llamada a la vida de clausura y religiosidad, al punto de vista de quienes la rodean, tías, hermanas, amigas, hermanas o padre, que proyectan en ella sus propias alegrías y sus propias miserias. Todo cabe en Los domingos, el bofetón que Alauda Ruiz de Azúa pega a cada espectador con una premisa: una niña de 17 años anuncia que quiere entrar en un convento de clausura. ¿Y ahora qué? ¿Respetamos el libre albedrío? ¿Pensamos que la han adoctrinado o de verdad tiene fe y ha sentido la llamada? Quienes rodean a la adolescente, ¿toman sus decisiones pensando en lo mejor para ella o proyectan en sus opiniones sus grandes miedos? A eso responde Ruiz de Azúa con una obra portentosa, inmensa, trasparente en su complejidad y gozosa en su dolor.
Qué fácil hubiera sido usar la brocha gorda para hablar de monjas y vocaciones. O definir desde el principio qué es secta y qué es religión pura y verdadera. Si la misma España aún no ha decidido apostar firmemente por erigirse como un Estado laico y aún permite que la Iglesia católica permee en las instituciones oficiales, ¿qué va a decir la familia de una niña de 17 años que quiere entrar en un convento de clausura?

Porque, además, la cineasta vasca sabe construir un caldo de cultivo medido en sus ingredientes para cocinar su drama: la protagonista es huérfana de madre, junto con sus dos hermanas pequeñas vive más vigilada y educada por su abuela y su tía que por su padre, que lucha por sacar adelante un restaurante. Es una chica tímida, muy inteligente, con amigas, a la que le va bien en su colegio religioso y en el coro, proyectando ante el exterior una estereotipada imagen de adolescente buena en una familia de clase media-alta en el Bilbao más burgués.
Hasta que llega la bomba: la niña quiere ser monja. Vaya por dios. Y las ruindades, los silencios y las mezquindades familiares, aplacados en las comidas familiares de los domingos, asaltan el día a día. La tía (Patricia López Arnaiz, ni una mala película) avisa: la han adoctrinado, se la están llevando. El padre (inmenso en su silencio Miguel Garcés) atempera, hay que respetar, aconseja, mientras oculta otras cartas emocionales que apuntalan su decisión. Las maquinaciones de ambos no tienen en cuenta a la protagonista, y la narración avanza a golpe de sequedad nórdica, porque ¡cómo rueda Ruiz de Azúa las conversaciones en las mesas familiares!

En Querer, el trabajo previo de la directora, en formato serie, un hijo de la mujer que denuncia el maltrato eterno de su marido le espetaba a su hermano que su habitación daba pared con pared con la de sus padres, y que él no había oído ese dolor. En esa frase, Ruiz de Azúa advertía: cada uno se mueve por una verdad, otra cosa es qué es verdad. En Los domingos cava más hondo en esa línea de trabajo: todo es manipulable, todo puede ser semilla de maniqueísmo, todo es incómodo. Si el público encara Los domingos y lo intangible de la espiritualidad desde su propio sistema de creencias, la película le dará una respuesta a su gusto. Pero si se sienta ante ella de manera activa, entendiendo que la vida es compleja, intrigante, y perra y emocionante, y carnal y espiritual, el viaje fílmico será mucho más enriquecedor.

Ruiz de Azúa aún va más lejos, adornando cada secuencia con notas de humor con las que se ironiza de las creencias —y no solo de las religiosas, sino, por ejemplo, quién es de Bilbao de toda la vida o si la vasquidad se cimenta en quién habla euskera—, apoyando cada secuencia con un guion en el que cada palabra, cada línea, importa. En su sigilo está su contundencia, en su finura formal está la tormenta emocional, su austeridad nace de la depuración.
Durante décadas el cine español ha retratado a las monjas desde el respeto más timorato a la irreverencia más delirante. Lo que se vive escondido despierta curiosidad Así hemos transitado por Sor Citroén, Extramuros, Entre tinieblas, Canción de cuna, La llamada, Verónica, Hermana muerte... La aproximación de Los domingos es novedosa, porque no todas las monjas, como la fe, son iguales y, por lo tanto, sus vocaciones son distintas. Cinco lobitos avanzaba como si fuera un rompehielos: el viaje era necesario, imperioso, pero no atendía a desvíos. Querer también navegaba hacia un puerto, aunque en ese desarrollo Ruiz de Azúa consideró que merecía la pena recorrer etapas intermedias. En Los domingos muestra el mapa al público, le da la brújula y se retira: que el espectador espabile.

Y tras todo lo anterior, Ruiz de Azúa, que está intentando estos días en San Sebastián no dar un titular que dinamite su apuesta fílmica, aún realiza dos trucos de magia. Con uno, la construcción superlativa de Nagore Aranburu de una madre superiora, amorosa con quienes le rodean, sibilina con quienes la atacan, remata el edificio. Con otro, un movimiento de cámara que absorbe como si fuera un huracán a la protagonista, deja sin respiración a la audiencia. En los próximos meses también se estrenará Sentimental Value, de Joachim Trier, una película con evidentes paralelismos en fondo y forma con Los domingos, que también se lanza al rush final. En fin, ¿cómo puede ser mala una película que usa como bisagra emocional Into My Arms, de Nick Cave and The Bad Seeds?
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