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ÓPERA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El Festival d’Aix-en-Provence celebra a Mozart y llora a su director Pierre Audi

La gran cita operística veraniega comienza el fin de semana con un ‘Don Giovanni’ confuso y pretencioso, una poderosa y emocionante versión en miniatura de ‘Billy Budd’ y un gran montaje de Christof Loy de ‘Louise’, la ópera olvidada de Charpentier

Don Giovanni (Andrè Schuen) observa en un vídeo al Commendatore (Clive Bayley), aunque ambos son la misma persona, durante la representación de 'Don Giovanni', el viernes en el Festival d’Aix-en-Provence.
Luis Gago

Los prolegómenos no han podido ser más difíciles. El pasado 3 de mayo, en Pekín, fallecía repentinamente Pierre Audi, director general desde 2018 del Festival d’Aix-en-Provence, que continúa a día de hoy conmocionado y en estado de orfandad, hasta el punto de haber pedido a su antecesor, Bernard Foccroulle, que fuera el “consejero” encargado de llevar a buen puerto la presente edición, enteramente diseñada por el franco-libanés, fallecido tan solo dos semanas antes de que comenzaran los ensayos de los cinco nuevos montajes, incluido un estreno mundial. Una huelga de dos días de los controladores franceses (un déjà vu que siembra sistemáticamente el caos en el tráfico aéreo del sur de Europa y la consiguiente desesperación entre los viajeros) provocó el jueves y viernes la cancelación de centenares de vuelos, convirtiendo la llegada a tiempo a la inauguración del festival de la ciudad provenzal en poco menos que una misión imposible para muchos espectadores extranjeros.

El Grand Théâtre de Provence, construido en un terreno levemente escarpado, linda en su parte superior con la bautizada como Avenue Wolfgang Amadéus Mozart. El nombre elegido no es casual, ya que el festival cuenta con una dilatadísima historia de representaciones mozartianas, unas más afortunadas que otras: entre las más recientes, a uno y otro extremo, el extraordinario montaje de La flauta mágica ideado por Simon McBurney y la horripilante reinvención de Così fan tutte perpetrada por Dmitri Tcherniakov. Tuvo algo, o mucho, de fatal coincidencia que el Don Giovanni que inauguró el viernes el festival, antes de que sonara la obertura, se abriera con un aparente infarto del Commendatore justo dos meses después de que una crisis cardiaca acabara con la vida de Audi en Pekín. Caído en el suelo, mucho después encontraremos a Don Giovanni en idéntica posición, y con la misma cortina cubriendo su cuerpo, aunque tardaremos mucho en entender que el dissoluto punito es, en realidad, el propio comendador de joven. En el aria del catálogo de Leporello, cuando canta “la piccina è ognor vezzosa”, aparece una niña con tacones y un osito de peluche. La pequeña reaparecerá en numerosas ocasiones como constatación inequívoca de que ella es, a su vez, Donna Anna, víctima de abusos sexuales por parte de su padre. Pero, hasta llegar ahí, la confusión, aumentada por la proyección de vídeos reiterativos y disruptivos, es enorme.

Don Giovanni (Amdrè Schuen), Magdalena Kožená (Donna Elvira), con los ojos vendados, y Krzysztof Bączyk (Leporello), en el primer acto de ‘Don Giovanni’, en el montaje de Robert Icke.

El principal problema de la propuesta del dramaturgo y director de teatro Robert Icke –en su primer montaje operístico– es que parece pensada más para satisfacerlo a él que a los espectadores, a menudo perdidos en los extraños vericuetos por los que deambula su producción, concebida en gran medida a espaldas, o prescindiendo directamente, de la música. Recitativos alambicados y lentísimos, sin apenas sostén armónico y con el único apoyo instrumental de un clave, chocan con fuerza con los tempi vivos, ya desde la obertura, de Simon Rattle, que saca un gran partido de su Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera (debutante en Aix), aunque el británico siempre ha demostrado ser decididamente más afín a Haydn que a Mozart.

Entre sus cantantes hay de todo. La mujer del británico, Magdalena Kožená, carece ya de los mimbres para hacer justicia a la escritura inclemente de Donna Elvira, lo que le genera no pocos sinsabores. Mucho más idónea es Golda Schultz para encanar a Donna Anna, aunque su canto se ve lastrado por una dicción italiana muy deficiente y su presencia escénica por muy escasas dotes actorales; en los concertantes, sin embargo, es siempre un puntal infalible. Andrè Schuen parece un Don Giovanni natural, pero Icke se encarga de sembrar su camino de obstáculos y marrullerías, hasta el punto de necesitar incluso un doble para caer violentamente por una escalera en la última escena.

Estupendos los dos barítonos polacos, Krzysztof Bączyk (Leporello) y Paweł Horodyski (Masetto), mejores cantantes que actores. Apenas audible la Zerlina de Madison Nonoa y también raquítico e inseguro el Don Ottavio de Amitai Pati: los cuatro, dentro de este reparto tan multirracial, son antiguos alumnos de la Academia del Festival. Clive Bayley posee poca entidad vocal para encarnar al Commendatore y aparece con frecuencia en escena después de su no-muerte. Icke obliga a la orquesta a un larguísimo tacet en las tres citas operísticas (la tercera, una autocita de su Le nozze di Figaro) que preceden a la última escena, que nos llegan grabadas desde el tocadiscos que maneja el Commendatore en la parte alta de una escenografía negruzca, anodina y un tanto feísta.

Timothée Picard, dramaturgo del Festival d’Aix-en-Provence, hace en el programa de mano un repaso de destacadas o influyentes encarnaciones artísticas, literarias y teatrales del mito de Don Juan: todo hace pensar que esta producción del Don Giovanni mozartiano (la octava que presenta el certamen provenzal en sus 77 ediciones) no atesora méritos suficientes para engrosar, ni de lejos, la lista. Fue acogida con indiferencia, aplausos lacónicos y casi testimoniales (no es fácil admitir para el público autóctono el fracaso de la jornada inaugural de un gran festival) y sonoros abucheos para el equipo escénico.

Billy Budd (Ian Rucker) es retenido por el capitán Vere (Christopher Sokolowski) después de haber matado de un puñetazo a John Claggart (Joshua Bloom), tendido en el suelo, en la representación del sábado de 'Billy Budd', en el Festival de Aix-en-Provence.

Todo lo contrario sucedió el sábado por la tarde en el Théâtre du Jeu de Paume, donde se presentó un original experimento: la reducción de Billy Budd, de Benjamin Britten, a una suerte de ópera de cámara, acortando una cuarta parte de su duración, con un puñado de cantantes y tan solo cuatro instrumentistas, todos ellos permanentemente sobre el pequeño escenario del teatro de la Rue de l’Opéra. Oliver Leith ha sido el responsable de la conversión instrumental, que va mucho más allá de una simple reducción pianística. El empleo de dos teclados electrónicos, un piano de media cola y un número reducido de instrumentos de percusión (glockenspiel, campanas tubulares, rototoms, timbales, kalimba, cortinilla, placa de truenos, sierra, cuica, bombo, silbato) asegura diversidad tímbrica y, habituados a estos nuevos ropajes, en ningún momento se echa de menos la orquestación original.

Uno de sus intérpretes, Finnegan Downie Dear, ejerce de eficacísimo concertador desde su teclado, además de encarnar a Red Whiskers, uno de los marineros enrolados a la fuerza en el Indomitable, el barco de guerra en que se desarrolla la acción. Siwan Rhys (que toca el único piano y es la única mujer) interpreta a su vez fugazmente al Muchacho en el segundo acto y Downie Dear y Richard Gowers se unen a ella para tocar el piano a seis manos durante varios compases en la emocionante despedida final de Billy.

También los cantantes doblan papeles y Joshua Bloom, por ejemplo, es tanto el malvado John Claggart como el bondadoso Dansker, un viejo marinero confidente de Billy Budd; del mismo modo que Christopher Sokolowsi es, además del capitán Vere (el tercer vértice del triángulo protagonista), Squeak, uno de los dos marineros utilizados por Claggart para incriminar a Billy. El escenario se limita a un pequeño tablado blanco, el mismo color de las camisetas y los pantalones que visten tanto cantantes como instrumentistas. A ambos lados hay pequeños aparejos (una mesa, un par de sillas) y elementos para cambiar su aspecto cuando tienen que cambiar de personaje (un gorro naranja para Dansker, una de las pocas notas de color, barbas y bigotes postizos, chaquetas para los uniformes de los oficiales). Al fondo, la vela de un barco, que vemos izada y recogida.

Todos los movimientos, dentro y fuera del tablado, están perfectamente estudiados y ejecutados, lo que imprime al drama una suerte de inevitabilidad. Y la cercanía con respecto al público aumenta exponencialmente la intensidad de lo que se nos cuenta en la “narración interior” de Herman Melville: la “depravación natural” de John Claggart, el “hombre de aflicciones” (“man of sorrows”, una cita del Libro de Isaías) o, en una expresión bíblica tomada por el escritor estadounidense de san Pablo, el “misterio de la iniquidad”. Y con el gran dilema moral de si un ser inocente debe ser castigado sobrevolando todo el tramo final de la ópera.

Billy Budd (Ian Rucker), tras ser colgado del palo mayor del barco de guerra ‘The Indomitable’ al final del segundo acto de la ópera de Benjamin Britten.

El director de escena, el neoyorquino Ted Huffman, carga lo justo el ambiente homoerótico de la ópera, atreviéndose únicamente a explicitar en dos ocasiones la atracción entre los dos personajes más jóvenes, Billy y el novato, plasmada en sendos besos. Por lo demás, su objetivo, al contrario que el de Robert Icke, es exponer el relato de Melville con la complicidad constante de la música. Ninguno de los cortes, aun para los grandes conocedores de la ópera, supura demasiado, aunque podría haberse mantenido completa la famosa secuencia de los 34 acordes que suenan mientras Vere le comunica a Billy la sentencia, aquí reducidos a tan solo 19, con un capitán solo y de espaldas al público sobre el escenario.

El ataque al buque francés, la niebla del comienzo del segundo acto, el amago de motín final (con música tomada prestada del primer acto) o la realista ejecución de Billy, encarnado modélicamente por el barítono estadounidense Ian Rucker: todo se plasma de manera nítida y sensible gracias a la absoluta complicidad e implicación de un grupo de cantantes perfectamente elegidos, jóvenes y convencidos de la bondad de la transformación que estaban operando en connivencia con los cuatro instrumentistas. Al final, tras el epílogo de Vere –un corolario especular del prólogo, en el que Britten mostró su unión perenne y simbólica con el joven marinero al hacer suya parte de la música que acababa de cantar en su última intervención después de bendecirlo y, por tanto, perdonarlo–, el público estalló espontáneamente en aplausos y vítores: el experimento no solo había funcionado, con Huffman y Leith añadiendo su nombre a la extraordinaria creación de Britten y Eric Crozier y E. M. Forster, sus dos libretistas, sino que dejó en todos los espectadores una impresión honda y, a buen seguro, perdurable.

Louise (Elsa Dreisig) entre sus padres (Nicolas Courjal y Sophie Koch), en la segunda escena del primer acto de la ópera de Gustave Charpentier.

En una carta que escribió a su amigo Claude Debussy el 1 de febrero de 1900, después de haber asistido al ensayo general previo al estreno de Louise, la primera ópera de Gustave Charpentier, el escritor Pierre Louÿs se despide irónicamente, agradeciendo a su amigo haber tenido la amabilidad “de no haber escrito la partitura que acabo de escuchar”. El autor de las Chansons de Bilitis, que también había estado presente en el ensayo, se despacha igualmente a gusto, sin escatimar epítetos despectivos, en una carta de respuesta fechada cinco días después: “belleza vulgar”, “arte imbécil”, “cantilenas cloróticas”, “armonías parásitas”. La descripción de la “vida” parisiense que contiene Louise se asemeja para Debussy al “sentimentalismo de un caballero que regresa a su casa a las cuatro de la mañana y se le saltan las lágrimas al ver a las barrenderas y los ropavejeros: ¡¡¡y este hombre se piensa que puede registrar las almas de los pobres!!! Es tan estúpido que resulta conmovedor”. Y añade una frase lapidaria: “Muchas más obras como Louise y ya no habrá esperanza de sacarlos del barro”, en referencia a los primeros aduladores de la ópera. Es obligado dejar constancia de que, dos años después del estreno de la obra de Charpentier, y en idéntico teatro (la Opéra Comique), Debussy estrenaría Pelléas et Mélisande, que cambió de golpe el curso del género de la mano del simbolismo evanescente del drama de Maeterlinck. Y en Aix-en-Provence se ha visto recientemente, y por dos veces, en 2016 y el año pasado, el soberbio montaje de Katie Mitchell.

Lo cierto es que Louise fue un éxito colosal en su estreno, casi un fenómeno sociológico más que musical y, medio siglo después, había acumulado más de un millar de representaciones, con el longevo Gustave Charpentier aún celebrándolo en 1950 con sus conciudadanos. Su naturalismo à la Zola, su consideración de París en general, y Montmartre en particular, como un protagonista más de la obra, su elección de personajes humildes y de modesta extracción social, causó también furor entre las clases populares (algo parecido sucedió, por cierto, tras el estreno de Peter Grimes en Londres), normalmente desligadas de un género casi siempre aliado con héroes, dioses o aristócratas. Pero ¿qué sucede cuando Louise se presenta en un único escenario interior, desprovisto casi por completo de aquel realismo y convirtiendo lo que Charpentier calificó de “novela musical” en una –así rebautizada por Loy– “novela musical psicológica”?

La escena del segundo acto en el taller de costura, con Elsa Dreisig (a la derecha) vestida de novia.

La respuesta surgió pasada de largo la medianoche del sábado al domingo en el Thèatre de l’Archevêché. De haberse visto así en 1900, sin el taller de costura, sin la modesta buhardilla de la familia protagonista, sin el esplendor callejero de la fiesta del tercer acto, sin atisbo alguno de la Butte Montmartre, sin el pintoresquismo de sus gentes más humildes, es posible que no hubiera pasado de la docena de representaciones. Pero las tornas se han invertido, y ahora difícilmente tragaríamos con aquel naturalismo de cartón piedra. Christof Loy ha intentado comprender aquel éxito desmedido y, al hacerlo, nos obliga a mirar desde otra óptica, sorprendentemente similar en su nudo gordiano a la adoptada por Robert Icke en Don Giovanni, pero con resultados infinitamente superiores, porque, al contrario que el inglés, el alemán sí que ha pensado en el público y sí que ha actuado al dictado de la música, por pobre que sea casi siempre su calidad. De entrada, nos deja preguntándonos qué representa ese espacio único, que se asemeja a una enorme sala de espera, con un largo banco corrido, del mismo modo que tampoco sabemos qué se esconde detrás de una puerta en la que entran ¿pacientes? y de la que salen de cuando en cuando ¿enfermeros y enfermeras? Otra madre acompañada de su hija nos da la primera pista.

Sí queda muy claro que Louise, la protagonista, que exhibe múltiples tics corporales, tiene una dolencia que precisa tratamiento y curación, pero las piezas no empiezan a encajar hasta el final. La primera pista es la transformación del padre de Louise, que pasa de ser el progenitor amantísimo y posesivo en la medida más o menos justa del primer acto, a convertirse en un personaje turbio, que deja ver un enorme tatuaje en un brazo y que ahora lleva unas botas altas muy similares a las de Julien, asemejando y entremezclando peligrosamente con ello a padre y amante. Poco a poco comprendemos que el padre de Louise es mucho más peligroso que la madre brutal del primer y el segundo acto, porque la sala de espera lo es al cabo de una clínica, quizá clandestina, donde se practican abortos. Louise, que en el dúo final con su padre le aparta la mano cuando esta se acercaba impunemente a sus partes íntimas, está embarazada de resultas de los abusos sexuales sufridos en su propia casa (y aquí estallan con fuerza, y mayor visibilidad, las semejanzas con el Don Giovanni del día anterior) y, al final del cuarto acto, en vez de liberarse de lo que Loy define como una “relación tóxica” con sus padres, que se niegan a dejarla volar y a aceptar su elección de pareja, sale de la clínica junto a su madre –cómplice o no de los desmanes de su marido–, con el mismo vestido monjil del principio, después de haber llevado el vestido de novia blanco en el segundo acto y el vestido de fiesta rojo en el tercero, tan sumisa como antes y, con seguridad, con una tara psicológica añadida e incurable. Loy no necesita recurrir a niñas ni a vídeos para acabar de armar su puzle: las piezas van encajando por sí solas, como siempre en el alemán, a partir de pequeños detalles, casi imperceptibles en muchos casos.

El enfrentamiento final entre Louise (Elsa Dreisig) y su padre (Nicolas Courjal), clave para comprender la propuesta escénica de la ópera de Gustave Charpentier que plantea Christof Loy.

Elsa Dreisig, maleable como la plastilina, se pliega dócil y eficacísimamente a sus deseos, componiendo un personaje muy complejo y con grandes exigencias actorales, mucho mejor calibradas que las de Robert Icke para Andrè Schuen. Semifrancesa (es hija de Gilles Ramade) y perfeccionista por naturaleza, hizo todo bien, aunque curiosamente no ofreció su mejor versión en su aria del comienzo del tercer acto, “Depuis le jour”, la única superviviente de una ópera justamente olvidada, que ha cantado en concierto y que conoce a la perfección. Quizá por cansancio, quizá porque llega justo después del intermedio, quizá por presión, no rayó aquí a su nivel habitual, que es, por ejemplo, el de su reciente Sifare en el Mitridate de esta temporada en el Teatro Real (Claus Guth anda también por Aix-en-Provence estos días) o el de su inolvidable Così fan tutte de Salzburgo en 2020 (dirigida por el propio Loy, y con Andrè Schuen como Guglielmo).

Frente a su sutileza, el canto tosco y la actuación rígida y autosuficiente de Adam Smith como Julien, que ha causado ahora tan pobre impresión como en su Pinkerton de la Madama Butterfly del año pasado en el mismo escenario (entonces junto a Ermonela Jaho: las grandes compañeras tampoco le inspiran). Tampoco es un dechado de naturalidad como padre de Louise el bajo Nicolas Courjal, un cantante poco refinado y de línea demasiado discontinua, mientras que Sophie Koch, en el personaje de la madre-vampiro, muestra mejores maneras, aunque lejos ya de su esplendor, en el que ha sido su debut escénico en Aix. Loy mueve a sus personajes con maestría, que linda con el virtuosismo en las colectivas, sobre todo la del taller de costura en el segundo acto y la celebración festiva del tercero. Lástima que haya cancelado en el último la veterana Roberta Alexander como la barrendera y estupenda la española Carol García como Gertrude. Los aplausos fueron más generosos que en Don Giovanni, pero llevaban incorporada una especie de resignación al constatar que Louise no ha caído en el olvido caprichosamente. Aun así, es muy recomendable ver esta producción tan inteligente, lo que podrá hacerse a partir del 12 de julio en la emisora francoalemana ARTE. Lo más humilde, lo más experimental, lo más arriesgado, el Billy Budd escuchado pocas horas antes en el Jeu de Paume el sábado por la tarde, ha sido, con mucho, lo que ha dejado y –ojalá– siga dejando más huella en el arranque del Festival d’Aix-en-Provence, este año con crespones negros.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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