Asmik Grigorian y Piotr Beczała cautivan al Liceu con una memorable escena final de ‘Rusalka’
El brillante montaje de Christof Loy y la impecable dirección musical de Josep Pons de la ópera de Antonín Dvořák coronan con éxito una temporada operística con alguna mácula en el teatro barcelonés


En 1900, el compositor checo Antonín Dvořák se enfrentó al reto paradójico de silenciar a la protagonista de su ópera Rusalka en el momento más significativo de la acción dramática. Esto fue el resultado de basar una parte de su libreto en el cuento La sirenita, de Hans Christian Andersen, pues el precio que la ondina debe pagar por convertirse en mujer es la pérdida del habla. Uno de los pocos precedentes de algo así en la historia de la ópera lo encontramos en La muda de Portici, de Daniel-François Auber, un título pionero de la grand opéra francesa que hoy se recuerda por su impacto político en Bruselas, en 1830, como detonante de la Revolución Belga. En este título, la protagonista, la napolitana Fenella, es muda y debe ser interpretada por una bailarina que se expresa únicamente mediante la mímica y la danza.
Es probable que la idea central del director de escena Christof Loy de convertir a Rusalka en una bailarina de ballet esté relacionada con este precedente. Se trata de una coproducción de la ópera más importante de Dvořák que se estrenó en el Teatro Real de Madrid en noviembre de 2020, en plena desescalada, y que pasó hace año y medio por Les Arts de Valencia. Ahora ha servido como exitoso colofón de la temporada 24/25 en el Liceu de Barcelona. Loy maneja esa idea con su brillantez habitual para potenciar la psicología de los personajes. Y difumina la oposición que plantea la ópera entre el mundo de los espíritus de la naturaleza al que pertenece Rusalka y el mundo humano del Príncipe, en favor de una propuesta en la que el teatro es metáfora y realidad.

El régisseur alemán traslada la acción desde un claro del bosque a orillas de un lago al vestíbulo de un teatro venido a menos, aunque la escenografía de Johannes Leiacker mantiene unas rocas en medio de la escena. La ninfa acuática se presenta como una bailarina discapacitada dentro de una familia teatral, donde el genio de las aguas, Vodník, es la figura paterna y la bruja Ježibaba, la figura materna. En el segundo acto, el castillo del Príncipe se traslada a un salón con los palcos del teatro en el horizonte. Y, en el tercero, volvemos al vestíbulo inicial, pero ahora con una cierva blanca muerta en el lugar que ocupaba la cama de Rusalka, como símbolo de su tragedia, junto a otra roca adicional que representa el protagonismo de la naturaleza al final de la ópera.
Lo mejor se reserva para la escena final con la poderosa imagen de Rusalka encaminándose hacia el abismo. La ondina ha sacrificado al Príncipe con su último beso y escuchamos cómo se apaga el tema de su amor en la cuerda, resurge el motivo de la naturaleza en el viento metal y todo se eleva con el último arpegio del arpa. El estallido de bravos en el Liceu fue clamoroso el pasado sábado 28 de junio, tras esta memorable escena final de la ópera, con el impresionante dúo protagonista de Asmik Grigorian y Piotr Beczała.

La soprano lituana (Vilna, 44 años) ha encontrado en el papel de Rusalka un ideal vocal y escénico. Combina la fuerza dramática con la sutileza lírica y su capacidad para encarnar la dualidad etérea y terrenal del personaje es excepcional. Grigorian “canta” con su cuerpo en la parte de la ópera en que es muda, con intensas expresiones faciales y certeras puntas de ballet. Vocalmente, exhibió una exquisita moderación en la popular Canción a la luna, en el primer acto, y elevó especialmente Mladosti své pozbavena (Privada de mi juventud), al inicio del tercero, que inundó de matices con la dosis justa de metal para no perder un ápice de flexibilidad en su interpretación.
El tenor polaco (Czechowice-Dziedzice, 58 años) deslumbró como el Príncipe, el papel más exigente de toda la ópera, ya desde la escena final del primer acto. Con su bello tono achocolatado, impulsó los compases finales y se impuso a la densa orquestación de Dvořák. Pero lo mejor de su actuación, y de toda la ópera, llegó en el referido dueto/diálogo final con Rusalka en el tercer acto, con un impresionante manejo del registro medio y un brillante ascenso al do sobreagudo (que Dvořák subraya en la partitura con un non strillare para prevenir el grito del cantante). Pero la musicalidad que demostró en su frase final Líbej mne, líbej, mír mi přej! (¡Abrázame, ofréceme la paz!) a media voz y con un ascenso al si doble bemol sobreagudo en pianísimo fue memorable.
El joven bajo griego Aleksandros Stavrakakis fue una revelación en el papel de Vodník. Con su voz voluminosa, viril y bien matizada, fue capaz de dar vida a las dos dimensiones del genio de las aguas: la compasiva ternura y la cavernosa autoridad. Convirtió su aria Celý svět nedá ti, nedá (El mundo entero no te dará) en lo mejor del segundo acto. La mezzosoprano alemana Okka von der Damerau fue una sólida bruja Ježibaba, que demostró en los agudos durante la preparación del brebaje en el primer acto. En el resto, su voz sonó algo más rígida, a diferencia de su brillante actuación escénica. Por su parte, la veterana soprano finlandesa Karita Mattila volvió a dar vida, como en Madrid, a una altiva y despreciable Princesa extranjera en el segundo acto, con las limitaciones que impone la edad a su instrumento, pero también con una indudable entrega vocal, pues no escatimó el do sobreagudo, una nota a la que no llega el personaje de Rusalka.

Entre los secundarios destacó la pareja formada por el barítono barcelonés Manel Esteve y la mezzosoprano madrileña Laura Orueta, que interpretaron al guardabosques Hajny y su sobrino el travestido pinche de cocina Kuchtík, respectivamente. Ambos estuvieron magníficos en el inicio del segundo acto, aportando el toque folclórico de la ópera cómica checa que Loy lleva al mundo del cine mudo en torno a una escalera. Los dos tuvieron mucho trabajo actoral como figurantes, al igual que el barítono madrileño David Oller, en el papel del cazador Lovec. No podemos olvidar el excelente trío de ninfas (aquí bailarinas), donde destacó la soprano armenia Julietta Aleksanyan en su solo del tercer acto frente a las mezzosopranos Laura Fleur y Alyona Abramova. Y una mención a la buena actuación del Coro del Gran Teatre del Liceu, aunque todas sus intervenciones se cantaron entre bastidores.
La dirección musical de Josep Pons fue otro de los puntales de este exitoso cierre de temporada en el Liceu. Al frente de una motivada orquesta de la casa consiguió una versión dramáticamente fluida, con destellos del carisma autóctono checo. Su dirección perdió algo de interés en el segundo acto, que es también el menos logrado de la dirección escénica de Loy, con uno de sus característicos ballets marcados por el desenfreno erótico. Pero lo compensó con un tercer acto memorable, perfectamente propulsado de principio a fin y que fue lo mejor escuchado esta temporada en el Liceu. Esta producción iba a ser la última del director catalán como titular del teatro de ópera de las Ramblas, pero seguirá otra temporada más hasta julio de 2026.
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