Los ardientes
Los creadores arden por todos los cabos, queman el mismo fuego, incluso caminan sobre las brasas. Eso hace el Caravaggio

Pintar, escribir, pensar, es arder. Eso hacen los frenéticos, los creadores. Arden por todos los cabos, queman el mismo fuego, incluso caminan sobre las brasas. La leña es la palabra, el pincel, todo lo que hace que el mundo sea menos hueco. Lo que nos pica el corazón no son las avispas. Es el amor. Eso hacen las obras de arte, eso hace una novela, un lienzo. Nos pica hasta lo más hondo y entonces nos hacemos colmena. Dejamos de morir en vida. Nos encendemos, nos alumbramos. Entonces ardemos.
Uno de los más ardientes ha sido Caravaggio. Basta con mirar esas torsiones, esos cuerpos que se llenan de contorsiones, la oscuridad que se hace más espesa, y, de pronto, un claro que se libera, salta fuera del hoyo, nos asalta. Los artistas a menudo desbordan, y de ese derrame, de ese cauce, de ese exceso de vida nacen sus obras. Se necesita un sinfín de horas para lograr un lienzo, una novela. Hay que dejar entonces que la vida se retire, y meterse en esa soledad para que algo que no muera, una obra, por fin, nazca.
Lo que hace un pintor es bañarte la cara en el lienzo. Ahí te hunde la cara. Eso hace el Caravaggio. De pronto el lienzo te refresca. Te despiertas de golpe, aunque solo sea el instante que has paseado por delante. Ahí está ese silencio brutal, algo irrepetible que no te deja indemne. Las manos giran, los dedos aprietan, aquí un destello, allá un hoyo. A cada movimiento los astros se precisan, el universo se expande, una obra de arte por fin existe, y abre el mundo de par en par, multiplica los panes. Ese milagro hace que de pronto el corazón se amplíe, y que la muerte, ella misma, se quede sin voz, pasmada.
Los ardientes pintan cosas insensatas. Por ejemplo, La muerte de la Virgen. Ahí está esa mujer, en medio de los apóstoles, el cuerpo ahogado en medio de los rojos y de los ocres, la carne amplia, íntima. Ahí está ella, como levitando. El que lo ha pintado es un ardiente que quemó su vida en apenas treinta y nueve años. Nunca envejeció, y sin embargo ha visto lo que algunos adivinamos cuando los años se nos echan encima. La textura frágil, ínfima, de las cosas que siempre se acaban, el aire que vibra porque un corazón aletea, ese cuerpo que un día se arquea de placer, esa locura de lo real, ese estupor que tenemos de pronto en la mirada cuando nos enteramos de que esto es todo, que la vida, de repente, de un relámpago, ha pasado.

Un día de mayo de 1606, el ardiente Caravaggio mata en un duelo a un hombre. Unos dicen que era de buena familia, otros que era un villano. Lo más probable es que fuera un proxeneta que se ocupaba de una cortesana que el pintor sin duda amaba, y retrató, glorificó, varias veces, en virgen, en santa, salvándola así para siempre del olvido, rescatándola de su miseria, y elevándola hacia él para siempre, por la gracia de su pintura. En sus obras la vida y la muerte se disputan los cuerpos. La carne es firme, y, a la vez, por los efectos de la luz, está siempre a punto de deshacerse, de volver a ser polvo. Lo visible está al borde de caer en lo invisible.
Sin embargo, perseguido, huyendo de ciudad en ciudad, sin taller, el Caravaggio consigue seguir pintando, El entierro de Santa Lucía, y, encadenando, La resurrección de Lázaro. Todo ello a pesar de la angustia por su propia vida, a pesar de ser perseguido por un par de caballeros de la Orden de Malta a quienes se les ha ordenado matarlo. Ahí están los rojos, los negros, los blancos, que van tomando consistencia, abriendo la brecha, ahí están apiñados unos y otros alrededor de una muerta a punto de ser enterrada, o de un muerto que sale de la tierra. Las siluetas bailan, los rostros flamean, y siempre esos cuerpos que se extinguen en la vida y permanecen sobre el lienzo.
Los ardientes mueren como los demás mortales. Pero quedan sus obras, pasan los años, corren los siglos, y con ellos todavía aprendemos, miramos, vemos. Con ellos eso hacemos, ardemos. Somos como el Caravaggio que busca aproximarse al Cristo, ahí lo vemos en ese rostro retratado en El arresto de Cristo, mientras los soldados armados se lo llevan. Nos acercamos al lienzo, porque ahí algo nos clarea, algo inmenso, infinito, nos enciende, y de ese fuego, de eso que llamamos el arte, también los mortales vivimos.
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