“Illa, illa, illa, Padilla maravilla”
El diestro jerezano se despide de los ruedos españoles en coincidencia con un adiós inesperado de Talavante

En plena batalla de banderas, ondearon en Zaragoza con viento del cierzo las banderas piratas de la calavera. Más honestas que las otras cuando se manipulan. Y más identificadas con la causa subversiva de Juan José Padilla, cuya eufórica despedida de los ruedos españoles, este domingo, solo podía concebirse en la plaza donde pudo haber muerto hace siete años. Y donde Alejandro Talavante, compañero de cartel junto a Manzanares, anunció por sorpresa que dejaba los ruedos indefinidamente.
La noticia no trascendió en los tendidos porque la hizo pública en Twitter y porque era Padilla el protagonista del acontecimiento entre clamores y lagrimones. Lloraban los espectadores. Y lloraba el bucanero con su único ojo. El otro se lo arrancó un toro de Ana Romero que se llamaba Marqués y que podía haberse llamado Vampiro. Y que le arrebató también el silencio. Las secuelas de aquella brutal cornada dejaron en herencia un pitido impertinente que le impide descansar, pero que le recuerda al mismo tiempo que está vivo.
Alejandro Talavante se retira por tiempo indefinido. pic.twitter.com/Kz63kpgdnA
— infotalavante (@infotalavante) October 14, 2018
De blanco y oro, como si fuera a hacer la comunión, Padilla abarrotó la plaza no tanto de aficionados como de militantes y de hoooligans ("Illa, illa, illa, Padilla, maravilla", le cantaban). Brillaron las muñecas de José Mari Manzanares —oreja y oreja— y de Alejandro Talavante —oreja y ovación— en el toreo fundamental con las reses boyantes de Cuvillo, pero la tarde respondía al delirio programado y merecido. Una sugestión triunfalista que no desmintió Padilla en la lidia de Tortolito.
El diminutivo no le quitó presencia ni importancia al toro, pero su clase permitió a Padilla despedirse entre la histeria. La ventolera del capote. La concepción atlética de las banderillas. Y la emoción de una faena destemplada, vibrante, rodilla en tierra, que brindó a sus hijos con la serenidad de un padre que promete haber dejado el oficio de artificiero.
El último arrimón puso nerviosa a la progenie, pero nunca dio la sensación de que Padilla fuera vulnerable. Ni de que fuera a marrar la estocada en los medios. Sobrevino entonces el acabose, los vivas a su madre, a la virgen del Pilar y a España. Y el clamor de una vuelta al ruedo que recorrió embozado en la bandera rojigualda, presumiendo del pañuelo negro que recubre su cabeza y los cincuenta puntos de sutura que le dieron los médicos en Arévalo el pasado mes de julio. El toro le había arrancado el cuero cabelludo con la precisión de un piel roja.
Ecce Homo. He aquí el hombre remendando como Frankenstein. Y convertido en geografía de tornillos y suturas. La cornada de Barcelona. La de Pamplona. La de San Sebastián. La de Huesca que abrió en canal su vientre. Y que ha curtido su piel como un odre viejo, hasta dejar irreconocible la anatomía de aquel becerrista al que llamaban el Panaderito. Porque repartía el pan en su bicicleta por las calles de Jerez. 45 años. 40 cornadas. Echen las cuentas.
Le brindó Manzanares el quinto toro como quien despide al barquero de la otra orilla, pero no condescendió en el homenaje. Todo lo contrario. José María Manzanares desplegó su majestad, su cadencia y su torería en la mejor dimensión estética de la temporada, mientras que Talavante conjugó la inspiración, la verticalidad y la enjundia sin miedo a relativizar el último arrebato temperamental de Padilla.

Un ojo de la cara le ha costado a Padilla hacerse rico, convertirse en figura, ocupar la portada del New York Times, regresar tres o cuatro veces de la extremaunción como quien viene de hacer unos recados. Mártir en vida de la tauromaquia, patrón de las causas imposibles, hasta el extremo de que en su casa de Sanlúcar tiene enmarcada una camisa blanca con la sangre de su propia eucaristía. No hay explicación ni la pueden dar los médicos y enfermeras que se citaron este domingo en Zaragoza para dar testimonio de la inmortalidad.
Puede que la explicación se aloje entonces en el sonido metálico de las cadenas que protegen su cuello. Un rosario. Un Cristo. Y una misión que Padilla está seguro de haber emprendido, no para ser torero ni escándalo de la sociedad acomplejada, sino para responder a las pruebas de Dios, entre la sangre y el cloroformo. Y la recompensa del cielo abierto en La Misericordia.
Se llama así la plaza de Zaragoza. Y se le abrió a Padilla la puerta grande —ovación en el primer toro, dos orejas en el cuarto—, convertido en paso de Semana Santa, idolatrado como un dios. Despojado del oro de su vestido como si cada alamar, cada hilo, cada gota de sudo, fueran la reliquia de la Virgen del Pilar.
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