Relax
Comprendo el éxito del programa de Bertín Osborne. Es digno, no hay huellas de la cansina intensidad


Cuentan que muchas soledades se consuelan con la perenne compañía del televisor encendido. No es preciso hacerle mínimo caso a las imágenes y los sonidos que salen de él, pero al parecer hace compañía (tuve que hacerme mayor para entender qué significaba eso, algo que escuchaba como un mantra en mi infancia, repetido con gesto de resignación por los adultos), espanta a la intemperie emocional, es preferible a sobrevivir rodeado de silencio, se lleva razonablemente bien con la depresión.
No es mi caso. Jamás he necesitado la televisión para distraerme, sentirme acompañado, ahuyentar monstruos, embrutecerme. Si la cosa está muy chunga prefiero mirar la fascinante pared, refugiarme en un dormitorio a oscuras, dormir todo lo que pueda. Y, por supuesto, no creo que la televisión suponga eso tan cursi de una ventana para mirar el mundo (¿hay mucho que ver?) y comunicarse con él.
Constato que el estrellato actual, además del identificable, bochornoso y rentable universo telecinquero, lo copan las tertulias entre gente que no solo posee infinito conocimiento sobre esa cosa tan aburrida y fatigosa de la política, sino también sobre todo lo humano, e incluso lo divino. Y también proliferan hasta el mareo los programas de entrevistas.
No tengo nada en contra de este oficio o arte. Me apasiona lo que consigue revelar sobre el enfangado estado de las cosas el magnífico y terapéutico Jordi Évole. Y nunca me ha interesado la personalidad artística de Bertín Osborne, pero comprendo el éxito de su programa. Es digno, no hay huellas de la cansina intensidad, Osborne dispone de una naturalidad muy saludable, establece una nada forzada complicidad con el entrevistado, sabe escucharlos, habla sin la menor afectación, no va de listo con ellos ni con el espectador. La evidencia se impone a mis prejuicios.
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