Wilco: El precio de la perfección

Ya saben que la gira de Wilco se está perfilando como el gran acontecimiento del noviembre roquero, con llenos y unanimidad de los críticos; ni siquiera ha habido el acostumbrado clamor por los precios de las entradas (en línea, me temo, con las del mercado internacional). Urge hilar unas reflexiones urgentes a partir del primer concierto, en Madrid. Casi fue un viaje en el tiempo: el recinto circular del Teatro Circo Price parece sugerir los míticos ballrooms del rock de San Francisco, que hervían hace cuarenta y tantos años. Con notables diferencias: en 2011, el único humo viene de los efectos de escenografía. Tampoco ahora se baila (y cuando algunos lo intentan, mejor mirar para otro lado). Ah, el principal light show procede de los centenares de pantallas telefónicas en acción.
Wilco no es deudor de ninguna era dorada específica
Se han convertido en una máquina perfectamente lubricada, diseñada para complacer y apabullar
El telonero, Jonathan Wilson, sí hubiera encajado perfectamente en un cartel del Fillmore West. Las suyas son canciones lánguidas y gomosas, con ocasionales toques south of the border y hasta una versión de Quicksilver Messenger Service, supremos arquitectos del rock guitarrero de San Francisco. Busquen su disco, Gentle spirit, para disfrutar mejor de sus mesmerizantes aromas, entre Pink Floyd y David Crosby.
La potente delantera de guitarras (tres, en bastantes momentos) de Wilco hace pensar igualmente en californianos delirios hippies de finales de los sesenta. Un breve espejismo retro: en sexteto, Wilco no es deudor de ninguna era dorada específica. Las canciones pueden obedecer a patrones convencionales -Jeff Tweedy las defendía valientemente en acústico y en solitario hace unos años- pero son simples pistas de despegue para desarrollar arreglos intrincados, monumentos de diez minutos donde se aprecia la asimilación de elementos del pop, el ruidismo, la new wave, las máquinas, el kraut rock, la psicodelia clásica. Hay que hacer todo un ejercicio mental para calibrar la enormidad del salto: Wilco comenzó en el llamado alt.country, con guiños al santoral como la recuperación de letras inéditas de Woody Guthrie.
Una de las apuestas de Tweedy fue incorporar en 2004 a Nels Cline, un hiperactivo (Fig, BB&C, The Nels Cline Singers, etc) guitarrista de la escena del jazz vanguardista de Los Ángeles. Cline exhibe prácticamente toda su paleta sonora con Wilco: puntadas líquidas, slide, texturas mágicas, feedback, alardes de guitar hero. Tal vez sea esa última faceta la más inquietante: Nels parece celebrar el haberse convertido en un estereotipo a sueldo (esperemos que sea un buen sueldo) y uno alberga la sospecha de que está agradecido pero, vaya, termina tomándoselo a broma. El mismo habla de funcionar en el rock como un "actor del método".
Wilco son habituales de los escenarios españoles y eso ya permite extraer conclusiones. El martes cayeron dos docenas de canciones que evidenciaron (1) que la musa compositora de Tweedy tiende a ser esquiva y (2) que el tema más trivial se puede transformar en impresionante con las técnicas de la repetición, la yuxtaposición de elementos discordantes o la dosificación del impacto dinámico.
Aquí reside la clave: Wilco se ha convertido en una máquina perfectamente lubricada, diseñada para complacer y apabullar. Todo está milimétricamente calculado: esos clímax instrumentales que se refuerzan con fogonazos cegadores, esos pregrabados avasalladores, esa imagen de Tweedy como gnomo atormentado que finalmente accede a hablarnos para soltar piropos al público español.
Estamos ante el gran dilema del rock triunfal: el arriesgarse a la creación de música orgánica o el conformarse con ofrecer un espectáculo seguro. Ya se sabe lo que ha elegido Wilco. Cuando hay una conjunción como la de Madrid -buen sonido, público atento, banda con ganas- imposible plantear pegas. Otro día, terminaremos ansiando un soplo del espíritu aventurero de unos Grateful Dead.
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